"Temblores" - XXIII - Los reyes magos


—XXIII—
Los reyes magos


Tu entrada a la universidad es sin pena ni gloria. No haces amigos de inmediato ni durante la segunda semana y no te adaptas muy bien al cambio de ritmo. Tienes mucho tiempo libre pero lo ocupas mal, en dormir y sentirte asqueroso, y cómo te sientes asqueroso decides dejar de comer tanto lo que en cambio te hace sentir patético y te cansa, así que duermes aún más.
Nadie que es feliz duerme tanto, dijo Javier alguna vez.
No te duele pensar que ya no verás a tus compañeros de curso. Algunos de ellos derramaron lágrimas deshonestas. Al menos podrás ver sus estados de Facebook cuando quieras sentirte superior o bien como un desperdicio de espacio.
Dejas que Mario te de besos sin mucha emoción pero no dejas que te toque porque algo te da miedo y aún no sabes qué es. Al contrario de Adrián, no trata de sacarle algún significado la relación entre ustedes dos. Te da un poco de pena. Estos días todo te da pena, desde ir a la U hasta volver de la U y cuándo te preguntan de la U y cuando Javier habla de lo bien que le está yendo.
Algo hace falta pero no lo hallas y no te percatas de dónde deberías empezar a buscar así que lo que haces es lo que has hecho siempre y te enfocas en cosas que no te importan para que aquellas que te duelen desaparezcan de tu mente. Te vuelves el estudiante que levanta la mano por todo y que todos sus compañeros conocen pero que a nadie le apetece hablarle. Y estás solo, es verdad, pero al menos no tienes por qué volver a tu casa después de clases. Puedes ir dónde Javier o dónde Mario así que todo está bien, tú estás bien, tu vida está bien. Si lo miramos objetivamente, Gaspar, eres exitoso. Tienes amigos y un casi-pololo y vas a la universidad y tus papás te quieren.
Sientes que todo esto es una vil mentira que te dices, te gritas, porque muchas repeticiones hacen una verdad, ¿no es así? Eso dijo Aldous Huxley, o eso fue lo que Javier te dijo que ese caballero escribió alguna vez. Porque lo cierto es que tienes un amigo y este amigo al parecer tiene una enfermedad crónica que lo está dejando sordo pero jamás te encontró lo suficientemente importante como para mencionártelo. Tu casi pololo se ríe de todo lo que dices y no soportas mirarlo a la cara. No querías ir a la universidad. No estás seguro de si tus papás te quieren a ti o a este monstruo pensativo y amilanado que inventaste para ellos.
Pero no es tan terrible. Nada nunca es tan terrible.

El día empieza raro. Está lloviendo pero no hace frío así que no sabes cómo vestirte para ir a clases, lo que ya es un problema. No pillas tus llaves así que tienes que irte sin ellas y rezar que cuando vuelvas haya alguien que te pueda abrir la puerta. La búsqueda te quitó tiempo que recuperas corriendo al paradero, pero te mareas porque no recuerdas cuando fue la última vez que comiste de modo decente.
Te hacen hablar frente al curso respecto a ya ni sabes qué, lo que te arruina el día desde el principio. Son solo dos minutos pero cuando te callas no puedes quitarte la incomodidad de encima y sabes que estarás así hasta la noche.
Javier te manda fotos de vinilos que pilló en alguna tienda perdida de Viña del Mar y tú, por primera vez desde que lo conoces, no logras conjurar las ganas de responderle aunque te devore la culpabilidad. Te vas de la universidad con ganas de solo dormir hasta que sea mañana, pero lo primero que ves después de pagarle al chofer es a una persona que casi se te había olvidado que existía.
Néstor no te ve hasta que tú casi te tropiezas en el proceso de caminar hasta el fondo de la micro y quedar de pie a su lado. Te mira por el rabillo del ojo, puedes sentirlo, pero finges que no te has percatado de su presencia. No lo quieres ver a detalle pero ya notaste que tiene el pelo corto y está más alto y ya no se ve al borde de la muerte.
—¿Gaspar? —te dice y tú tomas aire y giras la cabeza para verlo con el mayor desinterés que puedes inventarte. Te vas a la mierda pero tratas de que no se te vea en la cara como se te despedaza el alma. Puedes saborear tu desgracia.
Te arrepientes de todo, de absolutamente todo.
Néstor te mira como si estuviera esperando algo y tú quieres dárselo, lo que sea que es—ya no por cualquier rastro de afecto empedernido y adolescente, sino porque era tu mejor amigo y aun hoy lo extrañas cuando te das cuenta de lo solo que quedaste apenas lo echaste de tu vida. No lo puedes tener de vuelta. No es opción.
—¿Cómo has estado? —te pregunta.
No lo puedes tener de vuelta porque no lo mereces, porque si él ahora mismo te ofreciera ir a algún lugar tú te negarías para resguardar su dignidad. Te fuiste porque siempre has sido egoísta, Gaspar, eres egoísta y no entiendes a la gente y te frustran mientras más los conoces. Fuiste cruel cuando no tenías derecho a serlo y así echaste por el drenaje algo que no vas a hallar en ningún otro lado, nunca más. Estabas enojado y dolido y querías sentir que tú también podías herir a otras personas. Estabas tan solo.
¿Cuántas veces rogaste silenciosamente poder volver en el tiempo y no quedarte callado, no arrebatarte, no decir absolutamente nada? Ahora tienes algo que decir que no será un clavo en una ataúd que no estaba listo para ser enterrado. Lo tienes en tus manos.
No puedes porque a estas alturas no significa nada.
—Bien, ¿y tú?
No hay nada que puedas hacer porque te saboteaste solo, Gaspar.

Javier nota tus ganas de llorar cuando lo ves al otro día en la plaza pero no dice nada. Sientes que sabe, de algún modo, pero conoce a los amigos de Néstor e incluso a Néstor mismo. Tal vez le dijeron. No hablan mucho y es más de darse compañía. Te gustaría preguntarle cómo lo trata la vida pero solo quieres esconderte en algún lugar.
Toca la guitarra a desgana y te empieza a deprimir, hasta que se sienta derecho contra el árbol y toma su guitarra con fuerza.
—Canta conmigo —dice Javier. Parpadeas.
—Javier, no sé si te has dado cuenta después de todos estos años, pero canto como el hoyo.
—¿Y? No te estoy pidiendo una serenata, te estoy pidiendo que cantes conmigo.
Obedeces. Javier agarra su guitarra y no te pregunta qué canción sino que empieza a rasguear con precisión. Reconoces la canción enseguida y Javier empieza a cantar antes de que puedas realmente procesarlo. Máquina del tiempo. Casi ríes porque estás seguro de que a Javier no le gusta Niño Cohete.
Te metes en el tercer verso y Javier te sonríe, toca con más ímpetu y tú cantas un poquito más fuerte en el estribillo. Javier te deja cantar solo lo que viene después y la voz te tiembla por todas partes y te escuchas terrible, lo sabes, pero Javier sigue tocando la guitarra y te acompaña en los últimos versos.
Es la primera vez que sientes que de verdad eres amigo de alguien, desde Néstor. Javier no canta hasta después de que tú empiezas, pese a que tu voz no se compara para nada con la de él o la de Cristóbal o Néstor, pero te sobrepasa en el último estribillo. No sabes si es porque no se puede escuchar bien a sí mismo o porque el estímulo creativo lo superó, pero cantas junto a él y los últimos restos de la vergüenza desaparecen.
Tienes tantas ganas de llorar pero, más que eso, quieres que alguien llore por ti.

Mario no dice mucho cuando estás en su pieza a oscuras, en la tarde de un sábado, rayando una hoja de papel con palabras sueltas en busca de algo de inspiración. Él está haciendo algo en su celular, el ceño fruncido y los labios apretados. No quieres preguntar. No vas a preguntar pero no necesitas hacerlo porque él habla antes que tú.
—¿Quién es Javier?
Esta no es tu vida. Te rehúsas a creer que esta es tu vida.
—¿Quién?
No llegarás muy lejos haciéndote el tonto, piensas. Mario se sienta derecho en su cama y te mira fijamente, entre molesto e impaciente. No sabes por qué está enojado o en realidad sí pero no quieres pensar que tiene el derecho a estar enojado.
—Javier Murilla. Va en la UNAB, en tercer año. Es tu amigo, ¿no?
—No sé de quién me hablas.
—¿En serio?
—¿Qué hay con él?
¿Por qué cresta las manos no te dejan de tiritar? ¿Qué tienen que temer los que nada hacen?
—Me mandó unos mensajes por Face.
No entres en pánico, Gaspar. Respira hondo.
—¿Sí? ¿Qué decían?
—Me preguntaban por ti, con nombre y apellido. Quería saber si yo te conocía. Pero eso no es lo interesante, sino que este hueón que tú dices que no te conoce luego me dijo, y cito —Mario aprieta botones en su celular y lee—, "dile, si anda por ahí, que lo puedo ir a buscar si necesita", y una carita feliz. ¿Qué debo pensar de esto?
Por la cresta, Javier.
—¿Nada? Es un amigo —titubeas y agregas, en contra de tu voluntad—, como tú.
Mario mira al piso y deja su celular en la cama. Pone los codos en las rodillas.
—¿Somos amigos, según tú?
—No sé qué otra cosa podríamos ser.
Entonces da con la vista en ti y te observa del mismo modo que lo hacía Adrián cuando tú huías de sus cursilerías pero a la vez no es del todo igual. Adrián no disfrutaba estar enojado contigo pero pareciera que a Mario sí, que es su primera respuesta para cada ocasión en la que vas en su contra. Adrián ponía cara de pena. Mario se ve al borde del asesinato.
—¿Y qué fue eso en el paradero? ¿Qué ha sido toda esta hueá de venir acá y, no sé, hacerte el hueón? Porque yo no estoy para jueguitos raros o…
Se pone de pie y se pasa las manos por el pelo. No entiendes a la gente o quizás eres tú el que actúa raro, el que es poco sensible.
—¿Quieres que sea algo? —preguntas, aunque no sientes la pregunta del todo. Mario se da cuenta.
—¿Para qué chucha preguntas si no quieres, de todos modos?
—No es que no quiera…
—¿Entonces qué? ¿Voy a ser el hueón de al lado? ¿También dejas que el tal Javier te lama las amígdalas?
Ese vocabulario. Te muerdes la lengua.
—No. Somos amigos no más.
Mario tiene los ojos húmedos, enrojecidos. No estás seguro de cómo proceder pero te duele el estómago. No sientes nada especial por Mario, nada que no hayas sentido en su dado momento por algún compañero de curso con simetría facial sobre el promedio. Lo único que tienes para él es una atracción enfermiza y que ni siquiera logra ser tan notoria. La única razón por la que sigues viniendo aquí es porque estás esperando que alguien te quiera ahora que asesinaste todas tus posibilidades.
—Podemos intentar algo.
Mario ríe.
—¿"Intentar"? ¿Qué hueá crees que soy?
Alguien fácil, piensas, pero no lo dices. Todos son fáciles, es solo que con algunos se requiere más paciencia. Tal vez estás siendo manipulado pero sientes más que eres tú el que está usando a Mario, aunque te cueste respirar cuando tocas ese pensamiento.
—¿Quieres o no? Porque me puedo ir si no.
Y Mario, aunque parece al borde de las lágrimas o de reventarte una botella en la cabeza, da un paso al frente y te hace recordar lo repugnante que eres. No parece darse cuenta o importarle y tú siempre fuiste bueno para olvidarte de ti mismo cuando estabas con Adrián. Tal vez te agarra más fuerte de lo necesario o te besa como si te odiara, pero es mejor que nada y, ¿no es esto lo que querías, al final?
Te da tanto asco y Mario te mira como si tú le dieras asco. Es justo. Ojalá nadie pueda escuchar. Ojalá te deje vestirte en silencio e irte sin mencionar nada, pero este es Mario, que si calla, revienta. Ni te deja ponerte de pie sin hacer escándalo.
—La única diferencia, Gaspar, entre una puta y tú —te dice con sus dedos casi metiéndose entre los huesos de tu antebrazo, y tú te rehúsas a apartar la mirada o mostrarte algo menos que firme— es que al menos una puta cobra.
Lo ves patético pero, dios, qué dice eso de ti.
—Si no te gusta, dime que no vuelva. Para qué torturarte, ¿cierto?
No te dice nada.
—Eso pensé.
Debería darte vergüenza.








No hay comentarios:

Publicar un comentario