El calor era insoportable en mi departamento. Un corte de luz y las elevadas temperaturas de aquella noche habían logrado extraer mi mal humor y llevarlo al extremo.
Una ducha fría me alivió unos instantes y me arrojé desnuda sobre la cama intentando conciliar el sueño. Por primera vez no tapé mis pies con las sábanas. Desde niña sentía un miedo absurdo. Temía que alguien saliera debajo de la cama y los jalara vaya uno a saber dónde.
Giraba para un lado y luego para el otro y el sueño brillaba por su ausencia. ¡Y vaya si hay ausencias aquí!
De repente me dormí y comencé a soñar. Mis pies rozaban las sabanas mojadas. Un dolor punzante recorrió mis piernas. Sentí unas manos tomando mis pies con fuerza, jalándolos hacia abajo.
«Son las sábanas», pensé. Pero alguien mordía desgarrándome.
Intenté despertar, salir de la pesadilla en la que estaba inmersa. La humedad caliente del ambiente transmitía un hedor salvaje. Comencé a tirar patadas forzándome despertar. Mi corazón latía acelerado. Cuando al fin pude abrir los ojos para el alivio del instante, un grito silencioso se ahogó tras un dolor insoportable: un engendro no dejaba de masticar mi cuerpo transformándose en mí mientras yo desaparecía dentro de sus fauces.
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