A la luz de un puerto perdido
vienen los ecos de todos los siglos.
Federico García Lorca
Capítulo 1
Hans Zimmer
Bernburg era una ciudad espléndida en 1858, año del nacimiento de Hans Zimmer. Pertenecía al ducado de Anhalt-Bergburg. Sus casas, blancas de dos y tres pisos con tejados de tejas rojas y calles adoquinadas, se escalonaban por las pendientes de sus numerosas colinas. En una de estas pétreas colinas y a los pies del río Saale dominaba la vista un enorme castillo renacentista. Se destacaba también la iglesia luterana de San Esteban, cuya construcción databa del año 1150. Allí fue bautizado Hans a los pocos días de nacer y educado en los estrictos preceptos bíblicos luteranos. Cerca de esta iglesia y en medio de frondosos árboles se ubicaba su hogar familiar. Corrían tiempos de poderosos cambios geopolíticos en el naciente Sacro Imperio Germánico.
En esta ciudad nació y creció Hans rodeado del afecto de una acomodada familia del siglo XIX. Desde pequeño, acostumbraba a contemplar el suave fluir de las aguas del río Saale. Al parecer este hecho le transmitió la idea que nada en la vida permanece, que todo cambia. El observar sus mansas aguas arraigó, en el fondo de su alma germana, el deseo de viajar; de nunca permanecer por largo tiempo en un lugar; de aventurarse por lejanas tierras. Era el menor de los hijos del matrimonio Zimmer-Herrschaft.
Su padre, abogado y más tarde juez de la ciudad de Bernburg, influyó poco en su crianza. Tal profesión y sus amantes hicieron de su padre el gran ausente, un hombre demasiado ocupado como para notar las inclinaciones del muchacho. Solo le dirigía la palabra para sermonearlo. De modo que Hans casi no lo mencionaba en las conversaciones con sus amigos. Éstos se podían contar con los dedos de una mano. No obstante aquello, su infancia fue feliz junto a sus dos hermanos y una hermana.
Al acercarse al periodo de la adolescencia el joven se fue tornando cada vez más retraído. Solía encerrarse en su dormitorio por tardes enteras. Leía cuanto libro o periódico cayera en sus manos. El gusto por la lectura lo heredó de su madre, refinada y culta mujer, de nombre Johanna Herrschaft, su apellido de soltera. Lecturas de distintos autores de comienzo de siglo, como Gustav Freytag y Wilhelm Raabe estructuraron su mente juvenil, desarrollándose en él un carácter romántico, idealista y proclive a conocer mundo. Otro de sus escritores favoritos era Alessandro Manzoni, cuya obra Los novios leía con fruición. Especialmente esta novela lo influenció a forjarse un ideal de amor y de mujer muy lejano a la realidad. Tuvo oportunidad de cortejar a su vecina, un año menor que él, pero pronto la desechó por no considerarla lo suficiente hermosa y además la encontraba coqueta.
En cierta ocasión, cuando estaba cercano a cumplir los dieciocho años de edad, su padre lo llamó a su despacho. Lo hizo sentarse frente a un gran escritorio de caoba y comenzó a pasear alrededor del joven. Después de media hora de dar una perorata de cómo la nación alemana llagó a ser un gran imperio y las causales de la reciente victoria en la guerra franco-prusiana, sentenció.
—Quiero que abraces la carrera de abogacía. De modo que algún día ocupes un lugar en los tribunales y administres justicia como juez en esta ciudad, siguiendo mi ejemplo.
—Pero padre, yo quiero seguir la carrera militar. No soportaría ver pasar mi vida sentado en un escritorio.
—Cuidado, jovencito, con insolencias —su bigote al estilo Káiser le temblaba —yo he hecho una brillante carrera en leyes y tú tienes la inteligencia y capacidad como para seguir mis pasos.
—Le recuerdo, padre, con respeto, que mi abuelo materno fue un militar destacado. Peleó contra Napoleón III y ganó una medalla por el coraje mostrado en la batalla de Loigny.
— ¿Y que consiguió después, en la batalla de Sedan?—preguntó con ironía el señor Zimmer.
Su silencio significó un “no sé”.
— ¡Aja! No sabes: una bala, que le voló el cerebro. Eso es lo que obtuvo de la guerra.
—Pero salimos vencedores.
El rostro de su progenitor enrojeció y cogió un libro que reposaba sobre su escritorio y amenazó con lanzárselo. Pero se arrepintió y suspirando dio por finalizada la charla.
—No se puede discutir contigo. Estudiarás leyes y punto. No se diga más.
A pesar de las persuasivas y estimulantes palabras de su progenitor, sus mayores sueños y más caras expectativas siguieron siendo los viajes y las aventuras. Hans era de aquellos, que cuando quería algo, encontraba la forma de conseguirlo. Buscó el concejo de su madre y comentarle las pretensiones de su padre. Esperó la ocasión propicia cuando ella bordaba tranquilamente sentada en el living.
—Hijo, eres demasiado joven para saber lo que quieres. Te aconsejo que consideres lo que te propone tu padre.
—De todas las profesiones que podría estudiar, la más despreciable me parece la abogacía.
Johanna fijó una mirada severa en su hijo.
— ¡Qué cosas estás diciendo!
—Sí madre. No quiero defender a asesinos, ni quiero meter a la cárcel a un burgués porque no puede pagar sus deudas.
—Hacer cumplir la Ley es una forma honorable de ganarse la vida.
—Pero Mutti, no quiero pasármela sentado en un escritorio viendo pasar la vida y llegar a viejo sin haber hecho nada interesante para recordar. También quiero viajar.
—Tu padre viaja…a veces, cuando debe ir a otra ciudad por algún juicio.
—No me refiero a ese tipo de viajes—dijo pateando el piso.
— ¿A qué tipo de viajes te refieres entonces?
—Viajes, viajes. Por ejemplo a otros países.
—Ten cuidado con lo que piensas hacer, Hans. Lo que hagas hoy con tu vida afectará el resto de tu existencia. Soy tu madre y tengo derecho a decirte las cosas tal como son, aunque no te guste. Si estas pensando en abandonar el país, te aconsejo que alejes de tu mente tales deseos.
Comprendiendo que no podía conseguir la aprobación de su madre, buscó la opinión de su hermana. Ella superaba solo en dos años la edad de él pero a Hans le pareció que podría ser la consejera ideal.
Sentados en el pasto del jardín de la casa paterna, que llegaba hasta el rio, su hermana, luego de escucharlo y pensar un rato, habló con voz suave.
—Ser abogado no es tan malo. Te asegura una vida cómoda y digna. Podrás casarte…tener hijos. ¿Qué más se puede desear en esta vida? —, y agregó — ¿Por qué quieres ser militar?
Hans, con gesto taimado, lanzaba con fuerza piedras a la corriente. Estas avanzaban muy lejos dando botes sobre la superficie del agua.
—No quiero una vida común, como la de todos. Mi abuelo murió como héroe en batalla. Será recordado como tal, más que si hubiese sido herrero o zapatero ¿Me comprendes?
—Papá está muy molesto contigo. No sé qué le ha contado mamá, pero escuché gritar a papá que enviaría una orden judicial a Hamburgo para impedir que te embarcaras.
— ¡Qué! Seguro que le contó que tenía deseos de emigrar ¿Va a prohibirme salir del país? No lo entiendo. Seré soldado, ya sea para servir a nuestro gran Duque Leopoldo o a Cristo. Sí, hermana, en último caso me haré clérigo, pero jamás abogado —. Su aspecto pálido y delgadez desmentían la energía de sus palabras.
—Veo que estás muy empecinado. Tú tendrás tus razones. Ven, vamos. Te desafío quien trepa más rápido a la quinta rama de ese árbol —y juntos corrieron como lo hacían de niños.
Como resultado de esas conversaciones, en secreto, tomó la decisión de abandonar la casa paterna e iniciar un largo viaje de más de 370 kilómetros. Esta es la distancia entre Bernburg y el puerto de Hamburgo, si uno la recorre a pie. Desde ese puerto del norte alemán, buscaría embarcarse rumbo a América, siguiendo sus sueños de nuevos horizontes. En esos años la migración alemana a Estados Unidos era considerable. Al poco tiempo llegó a ser el mayor grupo en ese país. No resulta extraño entonces que apuntara sus planes en esa dirección; en medio de un pueblo cansado de guerras y privaciones.
No contaba con mucho tiempo. La orden judicial podría ser emitida en cualquier momento.
Inició entonces los preparativos para su primera aventura. Empezó reuniendo el dinero necesario. Vendió casi todos sus libros, guardó la mesada que su padre le daba cada semana y diseñó la ruta a seguir. Con mapas geográficos y otros libros de viajes calculó los tiempos y las distancias a recorrer. Importante era también determinar en qué ciudades se detendría y donde dormiría. Pensó realizar el primer trayecto Bernburg-Magdeburgo en tren, pero después de sopesar los costos decidió efectuar todo el viaje caminando.
Para tener un registro del largo recorrido, pensó en llevar un diario de vida. En él anotaría la huella de sus días.
Cuidaba de moverse con la mayor discreción. Un día escuchó a su madre hablar con su hermana en susurros. “Es muy joven para emigrar” y “Me moriría de tristeza no verlo más”. Ya sus padres sospechaban. Era necesario no llamar la atención. Había que darse prisa.
La madrugada del primero de Junio de 1876, en silencio, en pleno verano, con una agradable brisa matutina, salió de su casa en Bernburg con rumbo hacia al norte, en dirección a la ciudad de Magdeburgo. En cada parada efectuada, ya fuese para descansar o pernoctar, registraría sus impresiones.
Bernburg, 01 de junio 1876, seis de la mañana
“Hoy, he iniciado mi soñado viaje a lo Desconocido. Aspiré con gran energía el aroma somnoliento de los campos en madrugada y les dije adiós a unas vacas que pastaba indiferentes a mi escapada. Dejé una nota de despedida a mi madre. He guardado en mi petate una muda de ropa, una chaqueta color café moro de papá, algo para comer y beber por el camino, unos libros, mi biblia y sobre todo mi pluma para escribir. Ardo de gana de saber qué me depara el destino. El aire fresco y la sombra de los bosques que orillan los caminos serán mis compañeros ideales.
‘Después de caminar 42 kilómetros he llegado a Magdeburgo. Esta es la capital del estado de Sajonia Anhalt, ubicada a orillas del rio Elba. La ciudad es conocida porque durante la Guerra de los Treinta Años las fuerzas imperiales, junto a la Liga Católica, irrumpieron en la urbe en el año 1631 y cometieron una masacre denominada Saqueo de Magdeburgo en la cual una chusma fanática asesinó a unos 20.000 luteranos y luego incendiaron la ciudad. Siento una gran antipatía por los católicos”.
Luego de caminar una semana, transitando por las ciudades de Magdeburgo, Helmstedt, Braunschweig y Peine llegó extenuado a Hannover. Al entrar a esta ciudad de ochenta mil habitantes y luego de una buena cena, recobró el ánimo. Se internó por las estrechas callejuelas de casas medievales para descubrir sitios de interés y para después anotarlos en su diario. Lo último no lo hizo porque estaba muy agotado y con los pies con llagas. Se fue directo al alberge a descansar.
Los dos días siguientes casi no se movió de su cama. Empezó a dormir mal. La segunda noche vio desaparecer las estrellas con la luz del alba. Se completaba ya una semana de su salida de casa y necesitaba un descanso. Había recorrido más de 190 kilómetros y la meta estaba aún muy lejos. El tiempo apremiaba. Su padre intentaría todo para someterlo a su voluntad. Sobreponiéndose a las fatigas, hambre e inclemencias del clima recorrió el último trayecto, pasando por Nienburg, Verden y Rotenburg, arribando finalmente a Hamburgo.
Allí le aguardaba un encuentro inesperado. Un hito en su vida. Un punto de no-retorno. Después de cenar sus últimas provisiones de alimento y antes de buscar alberge, se dedicó a recorrer la ciudad. Comparado con su natal Bernburg, esta metrópoli del Imperio Alemán de más de ochocientos mil habitantes se presentaba a sus ojos como un coloso. El ir y venir de tanta gente y tan variada le confundía. Parecía que mil voces estallaban en sus oídos. Hasta ese instante había tenido un valor y una resistencia solo atribuible a su juventud. Pero ahora, el largo y duro camino recorrido en solitario debilitó su espíritu. Estaba adelgazando y en su diario escribía si no sería mejor volver a casa. Era la decisión que estaba a punto de tomar, cuando sucedió algo extraño.
De pronto se sintió muy mareado y de súbito le tomaron por los hombros. Estaba desmayándose y alguien evitaba que cayera al empedrado de la calle.
— ¡Estas borracho o qué!—cortó el silencio de la tarde una voz profunda.
Ante él estaba un joven algo mayor que él, de recia figura, cabellos rubios y ojos de un azul profundo. Contrastaba con la de Hans, cuya estatura a penas se elevaba al metro setenta, cabellos color miel y ojos café claro. Le sostenía impidiendo su caída, con una mirada entre curiosa y burlesca.
—No me pasa nada, creo que tropecé—atinó a balbucear.
— ¡Mensch! Si estas desfalleciendo. ¿Tienes hambre? ¡Vamos! No es una vergüenza estar muerto de hambre. Basta ver tu aspecto andrajoso. Sin ofender, claro —dijo mirándole de arriba a abajo.
—La verdad es que vengo caminando desde muy lejos. Mis provisiones ya no existen.
— ¿De dónde eres? ¿Cómo te llamas? —quiso saber el desconocido.
— De Bernburg.
—Me llamo Klaus Gruning y vengo de Bremen.
—Gusto en conocerte Klaus, por cierto me llamo Hans Zimmer.
Se estrecharon las manos y empezaron a caminar sin rumbo determinado.
— Y… ¿hacia dónde te diriges, Hans?
—Hacia América, si Dios lo permite.
—Así como te ves no creo que llegues muy lejos. Te propongo lo siguiente: Te invito a comer a mi hotel y luego hablaremos de planes. ¿Qué me dices?
En el acogedor bar del hotel ambos se sentaron a sus anchas y pidieron cervezas, una bandeja con salchichas, pepinillos, queso y pan centeno.
—Hans, déjame decirte algo. Yo también quería viajar a América. Miles de alemanes han emigrado a Estados Unidos. Con seguridad tú habrás escuchado hablar sobre este país, como el país de las oportunidades y comprendo que quieras viajar a esa vasta nación. Pero yo pienso que todo el continente de América ofrece oportunidades para prosperar. Es un continente virgen. Allá van los aventureros osados y valientes como tú y yo. Contrario al común de los migrantes, mi padre se fue a vivir a Chile, al puerto de Valparaíso, Se encargó de la casa comercial, de la cual es socio. Por esa causa mi destino será Chile.
— ¿Chile? ¿Y dónde queda eso?—. Chile no se le hacía muy conocido. Recordaba haber tenido en sus manos un libro de Paul Treutler, quien narraba sus andanzas en este país, pero no lo había leído.
—“Eso” queda en Sudamérica—pausó un momento—. Como te contaba, mi padre viudo Otto Gruning vive en el puerto de Valparaíso y te aseguro que le va muy bien. Hace unos años, Frederick Huth y mi padre fundaron la casa comercial Huth & Gruning dedicada a la importación en Lima y Santiago. Hace algún tiempo la agencia de Valparaíso se ha independizado de la casa matriz y tranza, por su cuenta, mercaderías británicas y algunas francesas. De hecho muchas de las mercaderías embarcadas a Valparaíso son reembarcadas a otros puertos del Pacifico sur, como Ecuador, o los de Centroamérica, o abastecen la región noreste de Argentina o el sur del Perú y el sureste de Bolivia. Ten en cuenta que el año pasado las importaciones representó un millón de pesos oro anual. Con una utilidad neta de 307.000 pesos. Nada mal. ¿Eh?
Hans empezó a interesarse cada vez más a medida que Klaus, entusiasmado, relataba pormenores de aquel lugar ubicado en el fin del mundo.
—Más aún —prosiguió —se abren grandes oportunidades de negocios en exportaciones de plata, guano y salitre. Los negocios también son para los aventureros como tú, mein Lieber.
—Pero ¿Por qué me cuentas todo esto a mí, Klaus?
—Estoy buscando un compañero de viaje. En Sudamérica los caminos no son tan seguros como acá en Europa. Ya sabes: Dos son mejor que uno. Escucha, tengo un plan —bebió un sorbo de su jarra de cerveza y luego de una pausa, agregó—. Lo que quiero proponerte es que no nos embarquemos aquí en Hamburgo, sino que viajemos al puerto naval de Kiel.
Hans se revolvió en su asiento intrigado.
— ¿A Kiel? Pero ¿Porqué Kiel? Además yo ya no puedo caminar más. Estoy agotado —dijo mostrando sus pies.
—No iremos a pie, por supuesto. Tomaremos una diligencia. No te preocupes, yo pago los pasajes.
—Déjame pensarlo. Tú tienes a tu padre allá en Valparaíso. Yo no conozco a nadie en Chile. Definitivamente no me atrevo. Además ¿qué voy a hacer allá?
—Vaya, vaya. Miren al aventurero. ¿Quieres emigrar o no? —la sonrisa burlona de Klaus afloró de nuevo.
—Está bien, ahora dime que tienes planeado.
—No tengo tanto dinero para costear dos pasajes en barco y me imagino que tú tampoco. No hay barco que vaya al Callao o a Valparaíso en los próximos tres meses. Entonces la idea es enrolarnos en la marina de guerra imperial. Están reclutando aspirantes a marinos. Me enteré que pronto enviaran a las costas chilenas un buque de guerra. ¿Qué te parece? ¡Piénsalo! Pero ya que estamos en Hamburgo, aprovecharemos de visitar la casa Upmann donde nos aprovisionaremos de un excelente tabaco. Lo traen de Cuba. ¿Has fumado alguna vez?
Klaus continuó de este modo con los detalles de su plan de viaje a un, cada vez más, entusiasmado Hans.
Hamburgo, 16 de junio 1876, nueve de la noche
“Querido diario. He hecho amistad con un joven de Bremen. Se llama Klaus Gruning. Ha llegado en buena hora. Estaba agotado, tanto en recursos como en ánimo. Estaba pensando en volver. Pero al conversar con él he recobrado los bríos para seguir. También hemos fumado cigarros cubanos. Una novedad para mí.
‘Me ha propuesto embarcarnos en el puerto de Kiel por medio de enrolarnos en la marina. Pareciera que el destino me está señalando ese derrotero. Ya sabes el peligro a que me expongo si trato de embarcarme en Hamburgo. Estoy pensándolo con detención”.
Un gran dilema se planteaba: ¿Se arriesgará a tratar de embarcarse en Hamburgo y seguir viaje solo a América? O ¿A Chile, acompañado de su nuevo amigo? Mientras lo pensaba, aprovechó, en compañía con Klaus, de recorrer la hermosa ciudad de Hamburgo. Días después tomaron el carruaje con destino al puerto de Kiel.
Kiel, 16 de julio 1876, ocho de la noche
“El 10 de julio inicié el viaje a Kiel con mi amigo Klaus. El recorrido de los 97 kilómetros ha sido desastroso. Tengo la espalda adolorida de tantos tumbos y sacudidas del carruaje. La carretera estaba en muy mal estado. Ha llovido mucho. Estiré un poco las piernas, aprovechando las paradas que hacen los cocheros para dar de beber y comer a los caballos. El clima fue mejorando. Al arribar al misterioso puerto estaba feliz de terminar el desagradable trayecto”
Entretanto, en Bernburg, el señor Zimmer, rojo de cólera arrugaba con furia la nota de despedida dejada por Hans. Después de descargar su enojo sobre su esposa con gritos que se escuchaban por toda la casa, arrojó el papel al suelo. Johanna lo recogió y lo leyó con lágrimas en los ojos, junto con sus tres hijos.
“Comprendo lo sorprendidos y dolidos que deben estar por mi sorpresiva partida y el impacto en la familia entera que he causado. Inspirado en lo relatos de tantos y tanto compatriotas que han migrado hacia América en busca de mejores oportunidades de vida y libertad, es que me he atrevido a partir. Invoco al cielos como testigo, que no me ha movido otro sentimiento para ésta, tan drástica determinación. Imploro vuestro perdón en lo que los haya ofendido y ruego a Dios me comprendan. En cuanto pueda tendrán noticias de mí.
Hans”
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