—XXIV—
El oro
Entras a la casa de Javier como si fuera
tuya y la única razón por la que no azotas la puerta es por deferencia a
Cristóbal, que ya se ve al borde del pánico con tu mera disposición. Comparten
una mirada entre ambos, Cristóbal apaga su teclado y se escabulle a la cocina a
fingir que está preparándose algo para comer. Javier pone sus ojos raros en ti,
entonces, y te arrepientes de no haberle roto las bisagras a su mierda de
puerta.
—¿Cuál es tu problema? —te roba la línea.
—¿Cómo sabes quién es
Mario? ¿Por qué le mandaste ese mensaje? ¿Qué hueá te pasa?
—Te noté raro así que
investigué a tus amigos de Facebook.
—¡Ándate a la chucha!
—No entiendo por qué
estás tan enojado.
—¡Lo hiciste a
propósito!
—¿Hice qué?
No puedes explicarle
lo que pasó gracias a su mensaje. Te refriegas los ojos.
—¿Quién cresta te dio derecho de meterte en mis hueás?
—Estaba preocupado
por ti...
—¡Yo te diré si
necesito tu ayuda!
Javier aprieta los labios, se rasca el
cuello y te mira como si fueras un niño malcriado, porque eso eres, aquí
haciendo show porque alguien osa querer preocuparse por ti. Pero esa no es la
manera de hacer las cosas. Debió haber hablado contigo—pero, no, sí lo hizo. Tú
no lo tomaste en cuenta.
Incluso si ese es el caso, fuiste pasado a
llevar y no puedes siquiera echarle bien la culpa a él de lo que aconteció ayer
en la casa de Mario. Manipulaste la situación.
—No lo hagas nunca más. No hagas nada.
—¿Tan terrible fue? ¿No crees que esto es
precedente para que dejes de juntarte con él?
No lo es porque fue tu culpa. Tú querías
que pasara aunque te arrepintieras a la media hora, en la micro de vuelta a tu
casa. No le respondes a Javier y en cambio te sientas en su sillón e intentas
dejar de respirar tan fuerte. Javier todavía te está mirando.
Lo ignoras.
—Gaspar. Párate.
Frunces el ceño con
más fuerza.
—Gaspar…
—Ya, ya, culiao'
apestoso.
Lo haces. Te pones de
pie frente a él y por primera vez te revienta que sea más alto que tú porque
solo recalca más que te está observando como si tuvieras tres años y una
rabieta por un autito Hot Wheels que no te quieren comprar.
—Pégame —te dice. Tú
te paralizas. Lo que sea que Cristóbal está haciendo en la cocina, empieza a hacerlo
más rápido.
—¿Qué?
—Eso es lo que
quieres hacer, ¿cierto? Estás enojado conmigo. Quieres pegarme. Dale. Te doy
permiso.
—Javier.
—Dale.
—Javier.
—No seas cobarde,
Gaspar.
Pero lo vas a romper,
puedes imaginarlo. Vas a quebrarle la nariz y fracturarle un brazo,
probablemente, y van a acabar en urgencias y van a preguntar cómo pasó que el
tipo con huesos mal hechos terminó cruzando golpes con el que tiene los
electrolitos inestables. Tienes la sensación de que pegarle a alguien que
probablemente ha estado en la Teletón debe ser ilegal.
—No te voy a pegar,
qué mierda —dices. Javier, siempre muy respetuoso de tus límites, te agarra del
brazo apenas tú intentas escaparte—. Suéltame. No te voy a pegar.
—Pero estás enojado.
—Y me estás enojando
más, así que suéltame.
No te hace caso.
—¿Por qué no me
quieres pegar? ¿Qué debo hacer para que me pegues?
—¿Por qué quieres que
te pegue?
—Tu mamá es puta,
Gaspar.
—¿Disculpa?
—Tu mamá es puta y le
encanta chupar pico. Igual que a ti.
Casi te ríes, pero no
puedes porque igual te molesta aunque sus intenciones sean obvias. Cristóbal
aparece por el umbral de la cocina con un vaso de bebida lleno de hielos,
luciendo ligeramente pálido.
—¿O no me quieres
pegar porque tienes toda esta onda homosexual en la que no sabes cómo darle un
combo a alguien sin romperte una uña?
—Eso es muy
homofóbico. Y chistoso viniendo de parte del hueón que no puede tropezarse sin
romperse una pierna.
Javier te aprieta la
muñeca más fuerte pero hay algo maníaco en su expresión, incluso entre la irritación
creciente. Tu rabia burbujea en ti. Todavía la puedes contener pero te estás
cansando y en algún momento acabarás dislocándole la mandíbula a Javier solo
para que te deje tranquilo.
—Yo sé por qué no me
quieres pegar. Es porque te doy pena —dice él. Tú no hallas la voz para
corregirlo—. Es porque crees que soy inválido o algo así. Es por eso que no me
voy a ir de aquí hasta que tú me trates como tratarías a cualquiera de tus
amigos.
Javier no sabe que,
si lo trataras como a cualquiera de tus amigos, tendrías que acostarte con él.
—¿Le pides a todos
tus amigos que te saquen la cresta? Oh, no, mejor espera. ¿Acosas los Facebooks
de todos tus amigos, igual? ¿Le has mandado mensajes de texto a la polola de
Cristóbal, también?
No te responde, lo que
puede significar cualquier cosa.
—No lo voy a hacer.
—Okay, entonces —te dice, te suelta la
muñeca y por tres segundos te permites pensar que ganaste. Luego recuerdas que
este es Javier, y nadie nunca gana contra Javier, apenas te da un golpe tan
fuerte en el mentón que tus dientes castañean entre sí con fuerza, retumbando
en todo tu cráneo, y sientes sangre en donde sin querer te muerdes la lengua.
Escuchas a Cristóbal decir Javier de la manera más alarmada y
afeminada posible. Trastabillas y casi devuelves el golpe antes de recordar
contra quien estás peleando.
Javier se está sobando la mano y te mira
expectante. Escupes saliva roja en su alfombra.
—¿Qué mierda? —exclamas. Javier avanza
hacia ti y tú te escabulles hacia atrás, pero te alcanza a tomar del frente del
polerón. Cierras los ojos y esperas otro golpe, pero no pasa nada. Cuando abres
los ojos, Javier te está mirando con algo que no logras describir. Cristóbal
parece a punto de echarse a llorar.
—No quería pegarte tan fuerte.
—Me mordí la lengua, no fuiste tú
—explicas. No puedes pronunciar la mitad de los sonidos bien—. Y chúpala. No le
pegas a alguien si no le quieres pegar fuerte.
—Suenas chistoso.
—Chistosa tu mamá, conchetumadre.
Javier se ríe. Cristóbal pide que por
favor dejen de pelear y es solo por él que no intentas asfixiar al dueño de
casa con uno de los cojines del sofá.
Los tres terminan sentados en el sillón
viendo tele, tú con un paño de cocina con hielos adentro pegado a tu mentón. Te
preguntas por qué sigues viniendo aquí, si Cristóbal no tiene bolas y Javier no
solo te acosa y se mete en tu vida privada, sino que además te pega sin
provocación, pero después de dos horas y de dos bolsas de papas fritas ya no te
preocupa mucho.
Es mejor que nada.
Mario te pregunta qué te pasó en el
rostro, al contrario de tus papás que casi rodaron los ojos al verte. Hubieras
preferido que su reacción hubiera sido más indiferente.
—Había una mosca en mi escritorio el otro
día, pero tenía las manos ocupadas pajeándome y tomando agua al mismo tiempo,
así que decidí que la mejor opción era matarla con mi cara. Voila.
—Claro. Por supuesto.
—Uh-huh.
Y tiran y por alguna razón resentida y
tonta te dan ganas de murmurar los nombres de personas al azar. No lo haces,
obvio, porque eres tú el del problema insensato aquí, el que quiere echarle la
culpa a alguien más por ser tan susceptible. No puedes dejar de sentir que
Mario te está arrastrando de nuevo al túnel y tú lo estás dejando hacer porque
te sientes solo.
Así que la verdad es que odias a Mario un
poquito. Solo un poquito, especialmente cuando simplemente estás sentado y
estás sudado y cansado y lleno de vómito.
—¿Cómo está Javier? —pregunta él.
—¿Qué te importa? —dices tú.
Y él pone música porque sabe que te gusta
la música, pero no sabe la razón por la que te gusta tanto. No te sube el ánimo
pero te distrae de mirar todo con odio y de sacar tu lado sociópata.
Mario gusta de hacer preguntas raras e
imprudentes.
—¿Has pensado en matarte alguna vez?
—Lo intenté.
Como que te admira por eso. Es tan raro.
—¿Lo intentarías de nuevo?
Debe ser que no te sientes del todo ahí,
pero el "no" falla en llegar tan rápido como debería. Te alzas de
hombros.
—Más o menos. Creo que uno nunca deja de
querer morirse sino que aprende a querer morirse más tarde.
Mario hace un ruidito que debe ser
comprensión. Tus cicatrices pican.
—¿Cómo te salvaste, de todos modos?
—Lo hice mal.
Y Javier te pagó un taxi, pero mencionar
eso no sería prudente ahora mismo.
—Pero no hablemos de esto —agregas. Mario
se encoge de hombros y pone un documental somnífero.
Cada día estás menos seguro de qué haces
aquí porque, siendo sinceros, podrías estar cobrando, al menos, y quizás
alguien te llevaría a pasear o a comer a un restorán bonito.
Cristóbal no está, pero tú y Javier tienen
que estudiar para sus certámenes de fin de semestre así que quizás es mejor que
no esté aquí para aburrirse. Lees sobre medicamentos y cosas que no puedes
pronunciar y a medida que atardece sientes que te quedas dormido encima de tus
cuadernos mientras Javier lee acerca del cambio climático.
A las ocho de la noche te das cuenta de
que Javier no está leyendo y en cambio te está mirando con cara de
circunstancias. Tal vez se siente mal por tu moretón pero ya es muy tarde para
eso.
—¿Pasa algo?
Javier titubea.
—La verdad es que sí.
—¿Quieres hablar? —dices, pese a sus
respectivas dificultades con todo esto de tener confianza y comunicarse. Por
algún lado hay que empezar si el intento de Javier fue tan desastroso.
—Tengo algo que decirte —murmura Javier.
Parece nervioso y eso te pone nervioso a ti, abruptamente, y ya no puedes
seguir estudiando.
—¿Qué cosa es?
Se pone de pie y tú te quedas sentado
porque te sientes más seguro así, por alguna razón tonta. Javier se pasea un
poco, pasa de un pie a otro, se arregla el pelo y se tira los aros. Luego te
mira directamente y a ti se te seca la boca porque sabes que serán malas
noticias.
—Mis papás decidieron que nos deberíamos
ir a Conce.
No es terrible, es lo primero que piensas.
Nadie está a punto de morirse ni ha perdido su casa ni está en bancarrota. Este
es un problema menor. Luego la realidad termina de construirse y sientes como si
de verdad se hubiera muerto alguien.
—Oh. ¿Cuándo? —preguntas, volviendo tu
atención a tus cuadernos. Lees la misma línea diez veces, sin entenderla.
—Onda, estaba planeado hace tiempo pero…
probablemente como en agosto.
Asientes. Intentas bloquear las
implicaciones de esto y los sentimientos que le acompañan, fingir que no te
importa tanto como Javier cree, pero ni tú sabes muy bien hasta qué punto te interesa.
Te sientes mal, pero no tanto como cuando Giselle dejó de hablarte o cuando
Néstor desapareció de tu vida.
No estás triste. Estás enojado y ni
siquiera tienes derecho a estarlo, y no hay sentido en entregarse a esa emoción
porque esto no es una tragedia. Podría ser peor. Javier solo se está yendo a
otra ciudad pero igual podrás enviarle mensajes y quizás se visiten, quién
sabe, o puede que simplemente desaparezca de tu vida como lo han hecho todos
tus amigos.
Javier no te haría eso pero lo mismo pensaste
de Néstor y de Giselle, y mira dónde están ahora ellos y dónde estás tú. Eres
lo suficientemente realista, Gaspar, para entender que apenas Javier se vaya
probablemente ya no hablarás tanto con él y, lentamente, simplemente se
olvidará de tu existencia mientras tú te aferrarás a la de él porque así eres
tú, no puedes dejar que la gente simplemente se vaya. Han pasado años y sigues
escuchando las mismas canciones que escuchabas a los quince. No te juntarás con
Cristóbal si no está Javier porque apenas hablas con él ahora, será imposible
hacerlo solos.
Te quedará Mario, pero tú no quieres a
Mario.
—¿Qué vas a hacer con la universidad?
—Me saldré. Lo tengo planeado hace harto.
Pero…
Esperas que termine de hablar porque la
dubitación en su voz es inmensa, pero Javier jamás termina la idea. Las únicas
veces que has visto a Javier fuera de Viña del Mar fueron la vez que terminaron
en el campo y la primera vez que hablaste con él. Debe ser raro hacer un cambio
tan brusco en su vida, y te gustaría preguntar por qué sus papás decidieron eso
pero, honestamente, no quieres saber.
No importa, de todos modos.
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