—XVIII—
Inanición afectiva III
Nunca preguntas a Javier a qué se refería
Rebecca, al final. Se te olvida porque de un día para otro te das cuenta de
manera callada pero potente que tus brazos tienen líneas blancas en lugar de
rojas y que, aunque te moleste, te has logrado convencer de que debes comer
para vivir. Duermes a horas decentes y ya no te sientes desconectado de la
realidad todo el tiempo, y todo esto te da miedo porque llegó tan abruptamente
como arribó la locura cuando lo hizo y, quien sabe, quizás es una trampa y
volverá cuando menos te lo esperes. No sabes. No quieres saber pero tampoco
estás seguro de qué hacer con esto una vez que te das cuenta. ¿Quién eras tú
antes de todo esto?
—Estoy triste porque ya no lo estoy —le dices
a tu psiquiatra, que quiere dejar de verte porque ya no lo necesitas. Es raro
no necesitar ayuda.
—No es inusual en la adolescencia sentirse
así de repente —dice, y tú quieres preguntarle si sacó su título del Simón
Bolívar o qué porque no, lo tuyo no era normal. No les has dicho del día en
la parada del bus, mierda, ni le has dicho de las voces raras y los ruidos inexplicables y de esos momentos en que es como que alguien más se apodera de ti y te hace hacer y pensar estas cosas horribles.
la parada del bus, mierda, ni le has dicho de las voces raras y los ruidos inexplicables y de esos momentos en que es como que alguien más se apodera de ti y te hace hacer y pensar estas cosas horribles.
Javier desaparece por unas semanas que se
transforman en meses y tienes miedo de que haya sido tu culpa, aunque él diga
que está todo bien y que es por una dificultad personal. El
invierno pasa entre lluvias y marejadas y se toman tu colegio y luego no y
luego sí, y nada importa mucho pero a la vez todo importa demasiado.
Rebecca se niega a ser presidenta de curso
durante el segundo semestre y los manda a todos a la cresta, literalmente. Es
chistoso pero la única persona que se ríe es Raquel mientras todos los demás tienen
cara de tragedia. No piensas qué haría Néstor en esta situación, pero sí
piensas en como no lo pensaste y te da vueltas.
Algo está cambiando. Quieres que te guste
y sentirte feliz y pensar en el horizonte que se abre tras la basura que han
sido los últimos cuatro años, pero todavía hay algo en ti que no está del todo
seguro.
—¿No te da cosa pensar que pasaremos a
cuarto? —le preguntas a Adrián en medio de dejar que te copie la guía de
matemáticas. No deja de escribir.
—No mucho. Onda, será más de lo mismo.
—Supongo —dices, tratando de persuadirte
de ello—. ¿Qué pusiste en tu hojita de orientación? ¿La hueá de la vocación?
—Medicina, por rellenar.
—¿No es medio difícil?
—Fue por rellenar. ¿Qué pusiste tú?
Te encoges de hombros. Decidiste que le
copiaras la respuesta a la persona que se siente a tu derecha el día que haya
que compartir las respuestas, pero con tu suerte probablemente será alguien que
haya anotado urología.
—Me gustaría hablar contigo —dice Raquel
al final de biología, cuando todos salen al recreo o se dan vuelta a conversar
entre ellos, y tú tienes miedo pero asientes.
—¿Ahora?
—Sí.
Todo tu curso sabe lo que estuviste
haciendo con Adrián y sientes que todos te miran. La idea te da náuseas, tantas
que cuando te levantas sientes que el piso va a desaparecer bajo tus pies, pero
logras seguir a Raquel por los pasillos hasta llegar afuera de los baños. No
hay nadie y no has hecho nada malo por más de un año ya. Todo está bien (pero
la promesa, Gaspar, la promesa).
Te saca al patio, que es un cuadrilátero
de cemento donde se baten los más fuertes, que en estos términos significa
aquellos que no teman rasparse los codos contra la lija. En la sombra se ve más
bonita que a la luz, lo que sientes que es una especie de insulto así que te lo
guardas para ti.
—¿Qué es? —preguntas. Te mira con
impaciencia y tú quieres morderte las uñas.
—¿Ya no te hablas con la Giselle?
Directo al punto y en la herida.
—No. No mucho.
—Ah.
Tose y se sorbe los mocos de la manera más
femenina posible. Tiene el resfriado que ha tenido todo el curso menos tú, cosa
que tú asumes que es porque no te juntas con casi nadie.
—Bueno, creí que ella te habría preguntado
—dice— pero quería preguntarte si vas a ir a ver a Néstor en octubre.
—¿Disculpa?
—¿Néstor? Va a haber una tocata.
Parpadeas porque el mundo no se siente del
todo real y luego barajas las opciones, rápido, pero no llegas a nada. Raquel
te mira como si fueras retrasado mental pero puede ser que lo seas.
—Te estoy invitando, ahueonao. Vamos
juntos.
—¿Por qué no vas con Adrián?
—Creo que no le cae muy bien Néstor.
Claro. Obvio. Cavaste tu propia tumba y
ahora has de acostarte en ella.
—Ya —murmuras sin estar seguro de por qué.
Tu psiquiatra dice que debes ser más abierto ante las oportunidades. Raquel te
sonríe con ternura, como si hubieras hecho algo que merezca tal expresión, y te
palmea el brazo.
—Nos hablamos por Face.
Qué terrible.
Le mandas mensajes a Javier pero no te los
contesta, lo que lentamente te rompe el corazón y hasta te da ganas de
preguntarle a Rebecca si ella sabe qué onda su ex. Te contentas con tu rabia y
tu lenta desolación porque dos meses sin una conversación de verdad con tu
único amigo es suficiente como para sentir que es lo de Néstor una vez más.
Te gustaría que al menos te explicara, si
no es tan complicado. Que te diga si tiene cáncer, es adicto a la heroína o se
tiene que mudar a Francia. Algo. Lo que sea. A este paso vas a acabar pensando
que Javier fue una alucinación febril.
Los guitarristas siempre te hacen esto.
Deberías hacer como la gente que promete no volver a meterse con rubios o
arquitectos o gente que todavía le gusta Green Day, pero decirte que nunca más
serás amigo de personas con una obsesión por andar triturándose los dedos en
las cuerdas.
—Pasas todos los días en la casa ahora. ¿Qué
pasó con eso de salir en las tardes? —te pregunta tu papá.
—Mi amigo invisible mudo se fue a Francia.
Ríes porque es un chiste pero luego le
pides a Javier que te diga si sigue en Chile o no. No te responde.
Aguantas otro mes.
—¿Sabes algo de Javier?
Rebecca te mira como si fueras imbécil. Es
la manera usual como la gente te percibe desde que la tristeza te dejó de hacer
parecer intelectual.
—¿Por qué sabría algo de él que tú no?
—Hace caleta que no me habla.
—Te apuesto que llevo más sin hablarle que
tú. ¿Necesitas algo más?
—¿Por qué eres tan pesada? —largas sin
pensar mucho, porque tienes sueño y estás preocupado hace una eternidad cuando
quizás la verdad es que Javier se aburrió de tus dramas y de tus cuentos. Tal
vez dejaste de ser interesante una vez paraste tus locuras verbosas y
pretenciosas y te transformaste en un adolescente hormonal más.
Rebecca no te dice nada y se va rápido,
como si no hubieras hablado, y por ti bien porque no querías esa pelea, en el
fondo. Ella ya sabe lo desagradable que es.
No quieres decirlo en voz alta porque las
palabras saben a cursilería y debilidad, pero echas mucho de menos a Javier.
Vas a tener que morder troncos para recuperar tu virilidad después de esta
admisión mental, Gaspar, pero al menos la ironía te hace sonreír.
Tu psiquiatra te dice adiós y tú le dices
adiós aunque quieres pedirle que te tome de la mano y te guie por el resto de
tu vida. Es tu momento de brillar por ti mismo pero te sientes como una
ampolleta tapada en mosquitos muertos más que un candelabro. Igual le das las
gracias y prometes dar lo mejor de ti.
Qué es lo mejor de ti, Gaspar.
Raquel te dice que pueden celebrar esto,
cuando se lo mencionas de pasada, en la tocata. No puedes evitar visualizar la
palabra con dos C y todo es culpa de Néstor y de Javier y sus estupideces
musicales. Igual te apareces en el antro al que Raquel te arrastra,
horriblemente consciente de como este no es y nunca ha sido tu ambiente,
especialmente cuando Raquel te pregunta qué prefieres entre dos marcas de cerveza.
Nunca has probado una cerveza en toda tu miserable existencia.
—Decide tú.
No es gran cosa. La cerveza, notas, sabe cómo
debe saber la orina si la dejas fermentar a presión por una década, y se ve
similar. La bebes a sorbitos cortos que alargas con tus dotes actoriles sin
igual, mientras intentas que Raquel no se te pierda en la oscuridad y te ríes
de chistes que no estás escuchando en un círculo de desconocidos que solo te
hablaron porque tenías cigarros. Cuando se te acaban, ofrecen de los suyos pero
todos los de ellos te raspan la garganta hasta darte ganas de toser.
Odias este lugar y al mismo tiempo lo
hallas encantador. Te dicen que tienes cara de guagua y tú te ríes a la fuerza,
de nuevo. En dos semanas cumples diecisiete. Apenas sentiste este año.
—¿Quieres otra? —te grita Raquel. Tiene
los ojos rojos y la cara roja y tus ojos arden al enfocarte en ella. La lata
está vacía en tu mano. Deberías decir no.
—Dale.
La segunda cerveza no sabe tan mal como la
primera, y por la cuarta reír no es tan difícil y en la sexta nada está mal en
el mundo. Decides detenerte porque si te quedas quieto el mundo se tambalea y
te da un poco de susto, y además ya has ido a mear unas cuatro veces.
Nada de esto es desagradable pero puedes
saborear la falsedad con las cenizas entre tus dientes que te deben estar
dejando todos estos cigarros.
En algún momento Raquel te agarra del
brazo y te indica el escenario que se ve a cuadras de distancia aunque está ahí
mismo y te llega todo el miedo de cuatro años junto al mismo y es absurdo, en
serio, porque viste a Néstor durante casi todo ese tiempo pero esto es
diferente. Es distinto a ver a cruzarte con Néstor en la calle porque ahí
puedes decirte que sigue siendo un fracasado. Esto es Néstor demostrándote que
ha hecho cosas sin ti mientras que tú has vivido la existencia más aburrida del
mundo.
Está al lado de un niño de pelo azul,
alto, que tartamudea en el micrófono y saca risitas ebrias. Néstor mira al
público con los ojos muy abiertos, como si fuera la primera vez que ve gente en
toda su vida, y se nota que se cortó el pelo hace poco y que las manos le están
temblando y hasta quieres creer que su cara ha cambiado un poco.
El teñido lo presenta como este es
mi amigo, Néstor y Néstor murmura uh, hola en el
micrófono y a ti te duelen las tripas, de principio a fin.
Y tocan tres canciones, y dos son de
bandas de mierda hípster que tú le mostraste y la otra es de Lucybell. Y tal
vez cantas las dos canciones de mierda y quieres que Néstor se dé cuenta de que
estás ahí pero obvio que no te ve porque está tocando la guitarra y está
cantando bajito y está haciendo la cuestión que te juró que haría cuando
ustedes dos tenían once, y es un bar sucio con una audiencia pequeña y que
apenas escucha pero debe ser más que suficiente.
Son tus canciones, piensas. Son las
canciones que tú le dijiste que se aprendiera y debes admitir que el de pelo
azul canta bien y les hace justicia. Son las canciones de ustedes dos, de
cuando estaban en la pieza de Néstor hablando de la vida y él sí te miraba y
todo estaba bien. Tal vez te emocionas un poco. Tal vez no. Imposible saber cuándo
todos son un coro.
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