Aquelarre - Cuento de Sonia Pericich


Pedro Contreras era un hombre valiente.
En sus aventuras había enfrentado montañas, desiertos y hasta había cruzado mares. Sin embargo, tenía cierto respeto por los bosques.
Era difícil creer que un hombre como él, tan enorme en carácter como en tamaño, fuera incapaz de pasar una noche rodeado solo de árboles inertes; por eso había decidido que aquella primavera, habiendo cumplido sus cuarenta y cuatro años, vencería de una vez sus miedos en algún bosque español.

Llegar fue sencillo. Particularmente, Pedro sentía un enorme cariño por España y siempre había sido para él un destino seguro. Sabía que en cuestión de bosques no se sentiría defraudado por aquel bello país, ni en ninguna otra cuestión en realidad, así que eligió uno al azar. 



El bosque lo recibió tranquilo, como ignorándolo, lo que hizo a Pedro aumentar su nivel de confianza y querer adentrarse bastante más de lo previsto.

Pasó una tarde agradable dentro de los límites de su ansiedad, buscando ramas para la fogata y disponiendo de todo lo necesario para una noche sin sobresaltos. Los animales no le importaban, nunca les había temido, lo que a él le preocupaba era casi cómico y un poco vergonzoso para su edad. Pudo haber sido culpa de su abuela, que lo amenazaba de niño cuando hacía alguna travesura, pero también era probable que su instinto lo estuviera protegiendo. En todo caso el bosque para él siempre había sido un tabú gracias a eso: las brujas.



Encendió el fuego y comió algo a pesar de no sentir hambre, no podría dormir con el estómago vacío. Luego tomó algunas fotos, escribió unas líneas en su cuaderno de aventuras y pasó el resto de los minutos de luz imaginando su huida y deshaciendo su camino. La noche llegaba avasallante... y Pedro ya no quería estar allí.



En la espesura nocturna, con la sola compañía de la luna llena y el fuego, sentía que el corazón se le salía del pecho con cada aleteo que lo hacía sobresaltarse. Ramas quebradas, cortezas crujiendo, pequeñas ráfagas de viento que se habían abierto camino entre los gigantes inmóviles lo hacían girar sobre si mismo y buscar en la oscuridad su procedencia. Pedro era presa del pánico, pero en el fondo aún quería vencer ese miedo que lo avergonzaba.



La luna llena jugaba con sombras de formas extrañas, como si hubiese otras personas corriendo por el bosque, personas que parecían estar vigilándolo, susurrando cosas sobre él, esperando a que se quede dormido, acechándolo.



Cuando aquella cornamenta se dejó ver tras un arbusto, Pedro no dudó en entrar por fin a la carpa, con paso presuroso y repitiendo por lo bajo cuanto rezo recordada.



A lo lejos le pareció oír una risa. Luego dos. Y la tercera le entibió la nuca. Por un instante contuvo la respiración, sintió erizarse la piel de su espalda y su cuero cabelludo y luego se desvaneció con los ojos abiertos. Mientras caía, en esa milésima de segundo entre la vida y la muerte, recordó a su abuela con rencor y le dedicó la peor de las blasfemias.

En su mente el aquelarre terminaba, mientras los lobos comenzaban su festín.







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