La noche que descubrí al monstruo - de Malú Avellana

Concurso "8 gatos desafiantes"


Cuarto puesto (10 votos)
Rasgo: Sincero 
Evento: Un objeto con mucha importancia 
Autora: Malú Avellana





La noche que descubrí al monstruo



La noche que descubrí al monstruo que habitaba en la casa fue la última vez que vi a la abuela. Debía de ser domingo, porque mi escritorio estaba limpio y a papá le disgustaba que su único día libre lo molestara con mis tareas. Por eso, sí, estoy seguro de que era domingo, y mis deberes, cumplidos o no, aguardaban escondidos en mi mochila.

El día había comenzado con los gritos de la abuela, que juraba y rejuraba que su cuarto estaba embrujado, que unas hormigas gigantes le habían hablado en sueños y que, luego de morderle las dos orejas, la habían obligado a dormir de pie en el pasillo. La abuela era una suertudota; papá, mamá y yo cambiábamos de habitación con ella constantemente, cada vez que era atacada por alguna criatura extraña; sin embargo, ninguno de nosotros tres había visto jamás a alguno de esos animalejos. ¡Ah! ¡Lo que hubiese dado por tener esa suerte! Muchos de mis amigos alardeaban con haber visto duendes, fantasmas e, incluso, extraterrestres; pero la cosa cambiaba cuando yo les contaba sobre los seres fantásticos que visitaban a la abuela. Decían que no era lo mismo, que todo eso se lo inventaba, que no era más que una vieja loca, chiflada y mentirosa, pero yo sé que no era verdad. De serlo, habría tenido la nariz grandototota, como Pinocho, y eso es imposible, su naricita era planita, como la de un chancho.

Toda la mañana, y parte de la tarde de aquel domingo, nuestras cosas y las de la abuela viajaron de una habitación a otra. Lo único bueno de todo ese ajetreo era que siempre encontraba alguno de mis juguetes o álbumes que había dado por perdidos durante semanas. Aquella tarde, sin embargo, sucedió algo diferente. Fue mamá la que, entre las cosas de la abuela, observó algo que le pertenecía. Con delicadeza, acercó sus labios a la altura de mis orejas y, apuntando hacia unos zapatitos blancos, me susurró bajito, casi en silencio: “Tráelos, son míos”. ¡Qué bueno!, pensé, ¡al menos mamá había encontrado algo suyo entre tanto movimiento! Así que, saltando de un cerro de objetos a otro, llegué hasta los zapatitos, me hice con ellos y me di media vuelta. Cuando ya estaba por llegar a mamá, la abuela me asustó con sus gritos. Se puso histérica, como cuando hablaba de sus monstruos. “¡Así que eres tú! ¡Tú me has estado embrujando! ¡Esos zapatos son míos! ¡Dámelos!”. Pero mamá, en lugar de hacer lo que la abuela le ordenaba, me quitó los zapatos de las manos y se fue hacia la habitación que, terminado el día, ocuparíamos. Fue entonces que tuve frente a mí a ese ser fantástico que tanto había deseado ver. La abuela había mutado en un monstruo, enorme y rojo, que botaba fuego por la nariz, boca y orejas y que corría con un cuchillo en dirección a mamá. “Te voy a matar”, gritaba el animal, y casi lo logra, si no fuera por papá que, de un salto, logró desarmarlo.


Aquella fue la última noche que vi a la abuela. Papá y mamá dicen que está enferma, pero que, tan pronto se sane, volverá a casa. Y eso espero, sobre todo porque muero por contarle que, desde que no está, he logrado ver y ser mordido por las hormigas gigantes de las que tanto hablaba.



Conoce un poco más a la autora a través de su Entrevista EXTRA







2 comentarios:

  1. Me encantó el cuento. Es un monstruo que puede habitar en cualquier casa, que miedo.

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  2. Que lindo cuento, me gustó mucho. Felicidades!

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