"¿Por qué me has abandonado?" - Relato de Sergio Lozano Zarco


   

   «¿Cómo he podido llegar a esto?», se preguntaba mientras se le agotaba el aliento. El aire apenas llegaba ya a los pulmones de María y una silueta oscura es lo último que vio hasta que sus ojos se quedaron sin fuerzas.
   Tantas veces había intentado convencer a su marido para que se marcharan juntos que ya había perdido la cuenta, las deudas ya eran insostenibles: con el sueldo de Manuel, su marido, apenas si les alcanzaba para alimentar a sus dos pequeños.

   La vida en Ecuador era cada vez más difícil y la única opción era dejarlo todo, agarrar las maletas y buscar un futuro mejor.
   ¡A vida o muerte! bromeaba Manuel cada vez que María le insistía con el tema.
   Tenemos que irnos, ¿no ves que aquí ya no tenemos vida? ¿Acaso quieres esto para tus hijos? imploraba María señalando la nevera casi vacía que se hallaba al final de la cocina.
   Manuel, sentado en la mesa de madera que él mismo había construido, permanecía impasible a las súplicas de su esposa.

   Ambos se habían criado en un pueblo del interior, siempre habían vivido con lo justo, pero con la llegada de Andrea y el cierre de la fábrica donde trabajaba María, lo justo había pasado a ser apenas un plato caliente para Pedro, el hijo mayor de cinco años, y los cuidados más básicos para la recién llegada.
   Manuel solo acertaba a repetir una y otra vez que las cosas mejorarían pronto, que él no se movería jamás de la tierra que le vio nacer.
   ¡Vete tú, mujer del demonio! ¡Y ve a probar suerte si tanto lo deseas! vociferó Manuel la última vez que discutieron.
   ¿Sabes una cosa, tan hombre que te crees? lloró María, sabiendo que lo que iba a decir a continuación con toda seguridad le costaría un bofetón de los que por allí se acostumbraban, eres muy macho para levantarme la mano a tu antojo, pero no tienes cojones para cambiar el futuro de tus hijos, los condenas como tu padre te condenó a ti.
   Manuel, apenas escuchó la última envenenada palabra que salió por boca de su orgullosa esposa, se levantó súbitamente de aquella mesa de madera con el puño cerrado y sin pensar le asestó un golpe en la cara que tumbó a María como si de un saco se tratara.
   ¡Haz lo que quieras, mujer del demonio, pero no te llevarás a mis hijos contigo! ¡Por estas que no! juró Manuel escupiendo en el suelo.
   María, arrastrándose  dolorida y notando por momentos que el ojo se le cerraba sin remedio, consiguió ponerse en pie asiéndose a la maldita mesa de madera, y con la cabeza bien erguida, asintió.
   ¡Está bien, que así sea! Y salió con paso firme de la cocina hacia la habitación donde dormía Andrea, de tan solo cuatro meses de edad.
   Tres meses después de aquel día, María estaba en su habitación haciendo lo más parecido a una maleta.
   Las últimas semanas apenas si había dejado de llorar. «Serán sólo unos meses», se repetía a sí misma, «serán sólo unos meses», se decía una y otra vez mientras miraba hacia la cuna que Manuel construyó para Pedro, en la que ahora descansaba su pequeña.
   María  había pasado los últimos meses ultimando los detalles de su marcha, había conseguido reunir, pidiéndolo prestado, el dinero para un pasaje hacia Madrid y trescientos dólares que se guardaba cuidadosamente en una bolsita de tela, bajo la falda.
   Una prima de Manuel que llevaba en España un par de años, le había conseguido un trabajo en Madrid como interna en una casa.
   Y ahí estaba, sentada en la cama junto a la cuna de Pedro, que ahora ocupaba Andrea, ajena a que apenas en unas horas se separarían por un tiempo.
   «Serán sólo unos meses», se golpeaba una y otra vez. El corazón detenía su caminar cada vez que se imaginaba despertándose cada día sin ver su morenita, y todo por la tozudez de su cada vez más odiado marido. «Y por mi orgullo», pensó, «y por mi orgullo».
   Apenas si podía recordar el momento en el que subió a aquel avión, no podía creer que lo hubiera hecho, no quería recordar como Manuel tuvo que arrancarle a su niña de los brazos ni de cómo lloraba Pedro sin encontrar consuelo.
   Lo conseguiré, ya lo verás le dijo a Manuel. Él no dijo nada, sabiendo que nunca había valorado a aquella mujer como se merecía.


   María se instaló rápidamente en el lujoso chalet en el que trabajaría interna.
   ¿Por qué tienes los ojos tristes? le preguntó Lucía.
   Lucía, la hija pequeña del matrimonio para el que trabajaba María, era una niña más lista de lo normal para su edad y siempre sorprendía con preguntas impropias para una niña de cuatro años.

   Porque donde yo vivo, en Ecuador, un país que está muy lejos, tengo unos niños a los que hace mucho que no veo se sinceró María mientras terminaba de ponerla el pijama.
   ¿Y por qué no vas a verlos mañana?

   María trató de contener las lágrimas y abrazó a aquella niña, a la que estaba criando como si fuera la suya propia.
   ¿Sabes que eres una preguntona?

   Lucía reía ajena a que sus preguntas clavaban una espina enorme en el corazón de su niñera.
   ¿Me enseñas una foto de tus hijos? preguntó Marcos que estaba sentado a los pies de la cama de su hermana.
   Claro, mi amor.

   María se fue a su cuarto en busca de la última foto que había recibido por carta de Manuel.
   Mira, este chico tan guapo es Pedro, se llama así porque cuando yo era pequeñita veía Heidi todo el día, y está niña que apenas se sostiene en pie, es Andrea.
   ¿Cuánto hace que no los ves? preguntó Marcos, sin saber que su pregunta hería aún más el maltrecho corazón de María.
   Mucho tiempo, amor, más del que yo me imaginaba.

   Pensó para sí: «Muchísimo más del que una madre puede soportar».
   Las cartas siguieron llegando, cada vez con menos frecuencia. De vez en cuando a Manuel se le ocurría mandar fotos, fotos que María pegaba en el cabecero de su cama.
   Y como cada jueves, las cada vez más frías llamadas de teléfono. Las últimas veces, Pedro y Andrea ni siquiera se habían puesto. María ya no podía soportarlo más.
   La víspera del miércoles al jueves María no pegó ojo, no paraba de darle vueltas a la idea de que o regresaba a su casa o se volvería loca. Cada vez que se miraba al espejo sentía que los años se agolpaban en su rostro a la velocidad de un relámpago, las canas que ya no se molestaba en ocultar la hacían sentir vieja y hundida. Así que esa noche se tumbó en la cama de su pequeño cuarto y despegó la última foto que había recibido meses atrás, encendió su lamparita de noche y escrutó al detalle el retrato de sus dos amores.
   «¡Madre mía!», pensó. «Iban a ser unos meses y ya han pasado casi seis años».
   Nunca se hubiera imaginado los problemas burocráticos que se iba a encontrar cuando llegó a España. Meses escondiéndose para no ser deportada, y una vez regularizó su situación, años hasta conseguir poder volver a su país.
   No paraba de pensar cómo pudo haber dejado a sus pequeños, sobre todo a Andrea, que solo tenía unos meses. «No sabe ni quién soy», se golpeaba una y otra vez, «y Pedro ya ni quiere hablar conmigo».
   Horas más tarde, con su foto en la mano y el sueño estando a punto de vencerla, notó cómo el pequeño papel rodaba por sus dedos y un sobresalto la hizo ponerse en pie de golpe. Controló la respiración durante unos segundos y recogió la foto del suelo con cuidado de no doblarla, y al observarla por última vez, reparó en un detalle que hasta ahora había pasado inadvertido para ella.
   En el extremo inferior izquierdo se veía el cobertizo, donde Manuel guardaba sus trastos del campo, con la puerta entreabierta, y si arrugaba mucho la frente podía ver lo que parecía su falda de flores, uno de los pocos regalos que Manuel le había hecho y que se había dejado porque después de los dos embarazos ya no podía entrar en ella.
   La sangre corrió por su cuello a toda velocidad hasta encender su rostro como un candil de aceite.
   Separó la foto de su cara y volvió a acercarla, esta vez arrugó aún más la frente y con lágrimas en los ojos comprobó que su falda de flores estaba tras la puerta, y por supuesto la falda no podía haber llegado allí sola, estaba claro que alguien la llevaba puesta y se escondía tras la puerta para no ser alcanzada por el objetivo de la vieja cámara de fotos.
   Del odio que invadió su rostro hacía unos segundos, pasó a la resignación más absoluta en un instante. «Ingenua de mí», suspiró, «cómo iba a ser posible que mi marido me guardara fidelidad durante tantos años».
   Eso ni siquiera la inquietó, pero el hecho de pensar que otra mujer estuviera criando a sus hijos no podía soportarlo. Se levantó iracunda de la cama, se vistió con lo primero que pilló y salió de su cuarto echa una furia.
   Debían de ser las seis de la mañana, y como era su día libre salió de la casa dejándole una escueta nota a la señora, para que no se inquietaran si habían oído el ruido de la puerta al marcharse.
   Una vez llegó a la parada del autobús que la llevaría al centro, fue consciente de que había salido en manga corta y  de que el frío de aquella mañana de junio era más intenso de lo que se había imaginado.
   «Da igual», pensó. Seguía observando aquella foto con nerviosismo. No ponía la vista en Pedro, que estaba guapísimo con una camisa de cuadros, ni en Andrea, que ya tenía casi siete años y parecía una mujercita con su vestido rosa de lunares, solo veía el cobertizo y su puerta entreabierta.
   Cuando llegó al centro, después de una hora y media, se dio cuenta de que era demasiado pronto, así que entró en una cafetería a reponerse un poco del frío y a esperar a que abrieran la agencia de viajes donde compraría el primer billete disponible para Ecuador.
   Dos meses después estaba en el aeropuerto, acompañada de la que durante todo ese tiempo había sido lo más parecido a su familia.
   Te echaremos de menos le dijo su pequeña al oído mientras le daba un dibujo en el que se intuía algo parecido a una familia feliz.
   —Esta eres tú le dijo su otro niño, dándole un abrazo muy fuerte. María no pudo sino llorar desconsoladamente, les dio unos mil besos de los de verdad, de los que suenan, como  ella les decía siempre cuando les daba el beso de buenas noches.
   Señores… se dirigió a sus jefes, humilde y agradecida. Sin terminar la frase su jefa le interrumpió: «Si vuelves…».
   No lo dude señora, serán los primeros en saberlo.

   Pasados unos minutos de lágrimas y alguna risa, María embarcó en el avión que la llevaría de vuelta junto a sus hijos.
   No paraba de pensar en cómo reaccionarían al verla. No le había dicho nada a Manuel para darle una sorpresa, y para no darle tiempo a preparase si se confirmaban sus sospechas de que estaba con otra mujer.
   Trece horas de avión más tarde, otras siete de autobús, si se le podía llamar así comparándolo con los que había frecuentado en Madrid, y otra hora y media de caminata a pie, allí estaba, frente a la entrada de la casa que otrora, quería pensar, había sido un sitio feliz para ella.
   Estaba algo cambiada: pintura, ventanas nuevas y el jardín cuidado como no lo había visto antes. «Mi dinero me ha costado», rió entre dientes.
   Soltó las maletas en la entrada, y mientras caminaba a la puerta de la casa oyó ruido detrás. Al reconocer la voz de Pedro casi se cae al suelo, unos instantes les separaban de un abrazo interminable.
   Dobló la esquina de la casa y allí estaban, sentados en la mesa de madera que antes estaba en la cocina y que ahora formaba parte de un agradable porche.
   Los niños comían y no se percataron de que su madre estaba a tan solo unos metros de ellos. Manuel, que estaba sentado justo enfrente, levantó la vista del plato y se encontró con la mirada fría de su mujer.
   A María no le hizo falta más de un segundo para comprobar que lo que a Manuel le recorrió el rostro no fue alegría, precisamente.
   Este no se levantó de la mesa y, sin decir una palabra, dirigió la vista hacía la puerta que conectaba la cocina con el porche.
   María se percató, pero no dijo nada, el abrazo con sus hijos era lo único que le importaba en ese momento.
   ¡Pedro, soy mamá!

   Pedro miró hacia dónde provenía esa voz, pero no hizo nada, no corrió a estrechar el pecho de su madre, de hecho no movió un músculo hasta que Manuel le dio un golpecito en el brazo que tenía apoyado sobre la mesa y con la mirada le señaló que debía levantarse  de la mesa.
   Pedro anduvo indeciso, avanzó hacia su madre sin saber muy bien cómo comportarse.
   Cuando María tuvo a su hijo cerca, se abalanzó sobre él para estrujarlo y devolverle en un instante todo lo que llevaba guardado en los últimos seis años. Pero fue como abrazar a un saco de plumas, el niño no le devolvió la fuerza con la que ella le abrazaba y se limitaba a mirarla con la inocencia propia de su edad.
   Trescientos besos más tarde, María se dirigió a su pequeña Andrea, iba a abrazarla tan fuerte que no podrían despegarse en un buen rato, pero eso no ocurrió. La niña, al observar lo extraño de la situación, se metió en la casa.
   Unos segundos después la niña salió de nuevo, pero no volvía sola, lo hacía en brazos de una mujer.
   Se agarraba a ella pidiéndole con la mirada que no la soltara.
   La mujer que no pudo ocultar su nerviosismo, bajo a la niña al suelo y le dijo en voz conciliadora: «Ve, corre, es mamá».
   La niña no se movió y María cayó al suelo desplomada. Un sudor frío se apoderó de su cuerpo y fue entonces cuando Manuel se decidió a levantarse de la mesa.
   Cuando María recuperó la consciencia estaba desnuda. Abrió los ojos sobresaltada y comprobó que estaba sola, metida en la bañera. Miró alrededor mientras sus pensamientos se ponían en orden y fue consciente de que esa ya no era su casa, ni su vida.
   No eran sus azulejos, ni sus cortinas, ni su tocador, nada en esa casa le pertenecía. «Ni siquiera mis hijos» pensó sin fuerzas, apoyando la cabeza de nuevo en la bañera.
   Tras unos minutos se levantó serena, se enroscó una toalla que alguien había dejado allí con tal fin y se puso frente al espejo, observándose con la cara de alguien que ha sobrevivido a un accidente.
   Limpió un poco el vaho con la mano e intentó pensar si todo lo que recordaba había ocurrido de verdad. Miró a su alrededor y solo encontró silencio.
   «Mi pequeña», pensó, «no sabe quién soy, mis hijos tienen otra madre y todo es culpa mía, por mi estúpido orgullo he perdido lo único que le da sentido a mi mierda de vida».
   Sin terminar de hablar consigo misma, abrió el armarito que había tras el espejo. Observó tranquila las baldas y comprobó que casi todo eran productos de mujer. En la parte inferior vio lo que parecía una cuchilla de afeitar, estiró la mano sujetando la toalla con la otra y pensó: «Así es cómo termina todo para mí».
   Dejó caer la toalla al suelo y volvió a meterse en la bañera. El agua ya estaba fría pero ella no sintió nada, rompió con fuerza el cabezal y sacó una de las tres cuchillas que había en su interior.
   Sin pensarlo dos veces, levantó suavemente su brazo izquierdo, y girando la mano puso la muñeca frente a sus ojos. Vio como dos líneas azules sobresalían por encima de su piel, «azules», sonrió irónicamente.
   Asió con fuerza la cuchilla y una vez la hubo puesto sobre su morena piel, apretó y rasgó con fuerza hasta conseguir que la sangre brotara con uniformidad.
   «No duele», pensó, y apoyó de nuevo la cabeza en la bañera. Un leve escalofrío recorrió su cuerpo y sus ojos se cerraron con una paz que no había sentido nunca, por lo menos no en los últimos seis años.
   «¿Cómo he podido llegar a esto?», pensaba mientras notaba que el pulso abandonaba su cuerpo para siempre. «¿Cómo he…?».
   Pedro, que aún estaba aturdido por lo ocurrido en el porche se levantó del salón y fue sigilosamente a la puerta del baño. Pegó la oreja a la puerta y preocupado por el silencio que provenía del otro lado giró el pomo despacio para no ser descubierto. Abrió una pequeña rendija de la vieja puerta de madera y vio cómo su madre descansaba dentro de la bañera. Confundido, abrió un poco más la puerta y pudo ver cómo un reguero de sangre resbalaba por un costado de la blanca bañera.
   ¡Mamá! gritó mientras corría para ayudar a su madre. ¡Mamá! ¿Qué te pasa? gritaba entre sollozos.


   Unos días después María abrió los ojos en una vieja habitación de hospital.
   Lo primero que vio fue el techo blanco. La luz del sol que entraba por la ventana y un crucifijo que colgaba justo frente a su cama, hicieron el resto para que ella pensara que había muerto.

   ¿Por qué me has abandonado? intentaba decir con el poco aliento que salía por su boca.
   Su hermana, que dormía en un silloncito marrón que había junto a la cama, se despertó sobresaltada al sentir el movimiento en la cama de María.
   Se puso de pie y agarró con fuerza la mano derecha de su maltrecha hermana.
   La próxima vez seré yo quien te mate, ¿me oyes? dijo con una media sonrisa, no te imaginas el susto que nos has dado.

   ¿Qué ha pasado? preguntó con su débil voz María.
   Nada respondió su hermana—, que aún tienes muchas cosas buenas por hacer entre nosotros, no tengas tanta prisa en reunirte con el Señor le susurró dirigiendo la vista hacia el crucifijo.

   Dos semanas después María abandonaba el Hospital de Quito junto a su hermana, que la agarraba del brazo como quien acompaña a una anciana a cruzar la calle.
   Al salir de la habitación, doblaron por el pasillo a la izquierda para bajar la escalera y dirigirse a la puerta de salida.
   Una vez allí, a María le cegó la luz del sol. Alzó su brazo izquierdo todavía vendado y se puso la mano en la frente para evitar el impacto de los rayos en sus ojos. Arrugó la frente y pudo ver la silueta de tres personas que aguardaban frente a la puerta.
   Al verla, Pedro salió corriendo a abrazar a su madre, lo hizo con tanta fuerza que las aún débiles piernas de María casi se doblan. Andrea miró a su padre pidiendo consentimiento, y cuando este asintió, echó también a correr para reunirse con su madre y su hermano.
   Se abrazaron los tres durante un buen rato y se dieron besos de los de verdad, de los que a partir de ese día María les daría todos los días de su vida.
   Tras un rato, los tres se dirigieron hasta donde se encontraba Manuel.
   María, con uno de sus hijos a cada lado, los abrazó con fuerza y siguió su camino observando cómo Manuel miraba hacia abajo avergonzado.
   «¡Tan hombre que eres!», pensó, «y no eres capaz de mirarme a los ojos».


   Tres meses más tarde María, Pedro y Andrea estaban de vuelta en España.
   Gracias a los jefes de María consiguieron empezar una vida mejor, pero esta vez juntos.
   Una vez se hubieron instalado en su pequeño apartamento, María sacó de una caja de cartón un antiguo crucifijo de madera, lo colgó en medio de las dos camas de sus hijos y, con lágrimas en los ojos, pensó: «No volveré a dudar de ti, te lo prometo».


"Temblores" - XI - Eternidades efímeras



—XI
Eternidades efímeras



Giselle te pregunta muchas veces esa semana porque andas tan nervioso, pero lo único dentro de tu mente es que cualquier día de esos podrías llegar a clases y enterarte de que ahora tu orientación sexual es conocimiento de dominio público y que además todos saben todo lo relacionado a Adrián. Siempre has tenido la impresión de que hay varias personas que ya saben, pero no es razón para ofrecerlo así a la humanidad.
Especialmente porque Giselle sabrá que le mentiste. Especialmente porque es más probable que llegue a oídos de tus papás si todo tu curso sabe porque será cuestión de tiempo antes de que los profesores sepan. Puedes visualizarte a ti mismo sentado en dirección al lado de Adrián, contestando preguntas impertinentes.
Emilia no cumple su amenaza, pese a que los días avanzan, así que después de suficientes días de fermentar tu ira dentro de ti, te pillas a Javier en la plaza de siempre, jugueteando con su guitarra. Aguantas la sensación de rompérsela en la cabeza.
—¿Por qué le dijiste a Emilia lo de Adrián? —dices. Te mira como si hubieras perdido la cabeza.
—¿Quién es Emilia?
—No te hagas el hueón.
—De verdad no sé de qué estás hablando.
Te detienes.
—¿En serio no sabes? —dices y su mirada cambia un poco mientras niega. Te sientas al lado de él. Estás tentado a afirmar tu cabeza contra su brazo, solo porque estás exhausto de existir, pero tienes el presentimiento de que Javier no se lo tomaría a bien—. Alguien le dijo a ella acerca de Adrián.
—Adrián… ¿ese es el compañero que te estabas tirando?
—Sí.
—¿Y Emilia es…?
—Otra compañera de curso. Le gusta a Néstor. Es amiga de mis amigas.
—¿Y Néstor no le habrá dicho?
—Néstor no sabe.
—¿No que es tu mejor amigo?
—¿Tú le cuentas todo a tu mejor amigo?
—No tengo un mejor amigo —dice, pero suena extrañamente molesto. Prefieres no insistir en el tema—. Pero, creo que…
Deja la oración en el aire.
—¿Crees qué?
—Nada. Estaba divagando.
No le crees, pero no tienes ganas de insistir. Al final sí te afirmas en su brazo y él no dice nada. Sigues sin saber quién pudo haber sido, pero tal vez Emilia solo estaba manipulándote con esa parte. Quizás se dio cuenta sola. Tal vez Raquel le dijo.
—Me peleé con Néstor.
—Eso oí por ahí. Lo dejaste con el corazón roto.
Ríes. Como si acaso a Néstor le importaran las cosas que tú dices.

Trinidad es la primera persona que te detiene después de clases. Se ve nerviosa y tiene la cara roja.
—Alguien me contó algo —dice.
—¿Emilia?
—¿Qué? No. Fue Rebecca.
Ni siquiera tienes la fuerza como para sorprenderte. Solo quieres echarte en tu cama y dormir hasta que todo esté solucionado.
—¿Qué te dijo?
—¿Te anduviste metiendo con Adrián?
Trinidad no lo dice de manera acusadora. Es curiosidad sana, por ahora, pero apenas asientes con falsa confianza su semblante cambia. Aquí viene la mejor amiga de Giselle, que aunque no se hablen sigue siendo, y te dice exactamente eso, lo que tú has pensado. Has estado mintiendo, Gaspar. ¿Has pensado cómo eso hará sentir a Giselle?
—Porque lo de Adrián en sí le va a dar lo mismo. Más le va a molestar que le hayas estado mintiendo, así que deberías decirle antes de que alguien más lo haga. Ya hay varios enterados.
Te los dice. Rebecca no quiso decirle quien le dijo a ella, pero sabes que Emilia no fue porque no se hablan, y lo mismo sucede con Raquel. Quizás Emilia le dijo a alguien más antes.
Rebecca te intercepta en el recreo.
—¿Era eso lo que te estaba molestando? —te pregunta, pero ni ella suena convencida de su hipótesis.
—Contrario a ti, la mayor parte de la gente no se deprime por no tener un pene cerca y a libre disposición.
Eso la ahuyenta y te da espacio para esconderte en el baño a respirar, pero ver las tazas solo te hace recordar como tu vida lentamente se está yendo por el drenaje. Trinidad tiene razón. Deberías hablar antes de que alguien más lo haga.
Es durante química que te llega un papel en la cabeza y al tiro piensas que el bullying que has temido toda tu vida ha comenzado. Es el único papel que llega, eso sí, así que lo abres luego de mirar a tu alrededor, esperando encontrar dibujos de penes o algo así. No es eso, por supuesto. A nadie le interesa acosarte por ser gay, porque a todos les da lo mismo. Si nadie acosa a Trinidad por ser lesbiana, ¿por qué sería diferente contigo?
El papel tiene un solo mensaje muy simple, escrito con pasta azul en una caligrafía impecable y que conoces muy bien por todos esos trabajos de biología compartidos por años. La señorita Rebecca Hurtado siempre ha sido muy pulcra pero, por sobre todo, concisa.
néstor me dijo
Esto debería levantar varias interrogantes. Lo sabes. Lo único que logras es sentir pena.
Tienes mucha, mucha pena.

Las dudas llegan al otro día. Alguien le dijo a Néstor, y te vas por la idea de que fue Emilia, que se enteró de algún modo. Llevó a cabo la primera parte de su amenaza y la segunda era Giselle así que ahora solo esperas porque eres cobarde y te da miedo decirle tú mismo. Lo que piense Néstor da igual.
Lo tenso de la situación te impide examinar tu propia trepidación. Apenas logras tener apetito para comer frente a tu familia. No puedes dormir y estás seguro de que te está dando gripe. Y lo que es peor, tienes muchas ganas de pegarle a Emilia lo que te hace sentir enfermo contigo mismo porque tu mamá no te educó para esto.
Javier no te habla mucho cuando se junta contigo y tú estás muy cansado como para preguntarle qué le pasa, así que lo escuchas tocar la guitarra. Toca harto Radiohead últimamente, desde un día que te preguntó si te gustaban y luego se burló de ti por ser estereotípico. Te gusta pensar que se siente mal por ti y espera animarte a su modo. Thom Yorke es el único ser humano que entiende tu sufrimiento.
—Todo el mundo se está enterando —dices. Javier no para de tocar la guitarra—. Al final todos van a saber.
—Quizás es mejor así —responde pero no explica el cómo, ni siquiera como excusa para filosofar.
—Tal vez.
Toda tu vida es un tal vez muy largo. Llegas a tu casa esperando que tu papá te pregunte si te gusta el pico, últimamente, y nunca pasa nada excepto que te mira con un dejo de preocupación ante tu semblante enfermizo. Come más, te dice. Eres un saquito de huesos.
—Cómo logras ser así de flaco con la repostería de tu mamá, no entiendo —murmura casi para sí y tú te ríes de manera estridente. Habla de tus notas. Tu papá está tan viejo.
Te habla de González, que se murió, y pregunta por Néstor. Le dices que no sabes cómo está porque no sale de su casa.
—¿Ni para esto? ¿Irá a ir al funeral?
No sabes. Tu papá exterioriza tus pensamientos, asegurando que, si a ti o alguno de tus hermanos se les ocurriera ser así de irrespetuosos, él mismo volvería de la tumba a sacarte la cresta. No debería hacerte sonreír, pero lo hace, porque es de esos momentos en que te das cuenta de que muy pocas cosas en tu vida salen bien, pero nunca nada ha sido exorbitantemente terrible gracias a los papás que te tocó tener. Sí, es miedo lo que te hace salir de tu casa todos los días, pero es mejor que ser ignorado.
—Nosotros si vamos a ir al funeral —te anuncia, haciendo un gesto que te indica que el nosotros te incluye a ti, a tus hermanos y a tu mamá—. González nos ayudó harto cuando me echaron de la pega.
El papá de Néstor era muy buena persona y merecía más que lo que la vida le dio.

Y al funeral vas. Odias los funerales. Odias que Emilia está ahí. Odias que Néstor no está porque una parte de ti esperaba que tu discurso lleno de ira lo hubiera movido un poco, pero no. Néstor es una piedra en el fondo del océano y tú eres la ola más inútil. No le puedes ganar a su obstinación.
Rebecca también está ahí, y eso te confunde. ¿Será en papel de delegada del curso? Dudas que Néstor valga como parte del curso a estas alturas. Giselle no fue contigo, alegando que no le gustan los velorios ni los funerales y que no iba a estar ella si Néstor no se podía dignar a estar, tampoco. Lloró un poquito mientras te lo decía. Es mucho mejor persona que tú.
Rebecca se pone al lado tuyo y sientes cierta complicidad entre ustedes. Te da asco.
—Le dije que viniera, pero no me contestó —te dice.
—No sabía que lo ibas a ver.
—Es buen profe de guitarra.
Casi le preguntas por qué está aprendiendo a tocar la guitarra y por qué con Néstor, pero temes salirte de la línea. Rebecca camina al lado tuyo durante la procesión.
—Acompáñame —murmura y te toma de la muñeca, de todos modos, porque no hay posibilidad de negación cuando se trata de Rebecca. Te lleva a un costado de la calle y saca un cigarro. No sabías que fumaba, pero son Marlboro. Como los de Javier. Te ofrece uno y tú lo prendes con cierta incomodidad que no puedes explicarte—. Hagámosla corta. Tienes que ir a la casa de Néstor de nuevo.
—¿Por qué?
—Porque eres la única persona que lo va a convencer de que salga de su casa.
—No escucha a nadie.
—A ti sí.
—La Emilia debería intentar.
Rebecca se ríe.
—Como si fuera a funcionar. Esa hueona va no más a hacerle cariñito y dejar que la trate como basura.
—¿Y tú a qué vas?
Ella, bien practicada, no cambia su cara.
—A practicar la guitarra.
—¿A nada más?
—No todos queremos chuparle el pico a Néstor, Henríquez.
—Pero lo llamas por su nombre.
La descolocas con esa aseveración. Tienes que esconder tu sonrisa detrás de tu cigarro.
—Es mi amigo —dice al final.
—No sé por qué lo dudo, pero okay.
—La cuestión es que —sigue Rebecca, con algo más de fuerza impregnada en la voz— tienes que ayudarlo.
—Creo que ya gasté harto tiempo en eso.
—No te lo niego, pero… ¿de verdad no te importa?
La pregunta es sincera. No es retórica ni es una burla: solo quiere saber si tú también te has rendido respecto a esta causa llamada Néstor. Y tú te preguntas lo mismo, si de verdad no te importa, si cuando dices que te da igual es sincero, pero por más que buscas no encuentras en ti mismo eso que hacía que ir a la casa de Néstor fuera más interesante que vano. Hace meses que cambió, pero tú necesitabas sentirte un poco menos solo.
A Néstor no le importa lo solo que estabas, que estás, sin él. ¿Por qué a ti te debería importar si se pudre en su dormitorio?
—No.
Rebecca te convida otro cigarro y no habla más y solo mira pasar a la procesión. No ves a Néstor en ninguna parte.







"Odio" - de Sergio Lozano Zarco


Que vaya a pasar los dos últimos minutos de mi vida contigo tiene gracia, no me digas que no. Aún recuerdo tu cara cuando aparecí por la puerta aquella mañana, con tus ocho añitos.
   Tenía doce, papá contestó Maca mientras sujetaba la mano de su padre con todas las fuerzas que le quedaban.
   Nunca se habría imaginado que después de tanto esfuerzo sus caminos se separarían para siempre en un oscuro cuarto de baño, no podía entender cómo aquella mierda podía ser más fuerte que él, más fuerte que el amor por sus hijos. Había aprendido a perdonar, incluso a querer a aquel desdichado que aparecía y desaparecía de su vida sin previo aviso. Había llegado incluso a comprender sus motivos, pero no estaba preparada para verle morir en sus brazos.
   No quiero que me perdones más susurró su padre con los últimos esbozos que el aire arrancaba de su garganta, necesito que me odies, no quiero irme sabiendo que después de todo el daño que os he hecho aún me quieres.
   ¡¿Entonces por qué me has llamado!? gritó Maca entre sollozos, ¿por qué volviste a mi vida cuando ya te tenía olvidado?, ¡dime! gritó aún más fuerte, pero Manuel ya no contestó. El aire ya no llegaba a sus pulmones y su mano dejaba de apretar la de aquella niña, ya mujer, que sin quererlo había crecido de golpe.
   Cuando Maca ya daba por perdido a su padre, el sonido de la ambulancia a la que ella misma había llamado minutos antes, retumbó como música celestial para sus oídos. Quizás aún no fuera demasiado tarde.
   ¡No te mueras por favor! gritaba mientras la camilla se ocultaba tras las puertas de la ambulancia. ¡Te prometo que te odiaré mucho!, ¡te voy a odiar con todas mis fuerzas!, ¡no te mueras, hijo de puta! se desgañitó, ¡te odiooooo!
   Seis meses después, el timbre sonó con insistencia un domingo por la mañana. Maca no se levantó porque pensaba que lo estaba soñando, pero al final la consciencia le pudo y se despertó lentamente. Cuando abrió la puerta, del otro lado apareció Manuel hecho un pincel con camisa y corbata, y el puñetazo que su hija le asestó en los morros le dejó sentado de culo. Manuel se echó la mano a la nariz para detener la hemorragia y comenzó a reírse descontroladamente. Maca le miró un instante y tendiéndole la mano con gesto indiferente le dijo: «Pasa, voy a hacer café».




                                      

"Temblores" - X - Segundos kilométricos


—X
Segundos kilométricos




Toda tu familia se da cuenta de que estás de mal humor y deciden evitar hablar en tu perímetro, lo que da para una once bastante tensa. No te importa porque lo único que tu cerebro procesa en este momento es el zumbido en tus oídos y el palpitar en tu pecho. Sales de tu casa cuando terminas de comer porque no estás con el ánimo para escuchar sus susurros sin acabar rompiéndole algún hueso a alguno de tus hermanos. Ha ocurrido antes.
Te sientas en la plaza y el frío nocturno te refresca un poco los pensamientos, pero el problema de esto es que llega la certeza de haber dicho cosas que no habrías dicho de no haber estado al borde del colapso. ¿Son verdades si las dices en medio del pantano que son tus pensamientos? No es como que para Néstor haga alguna diferencia. ¿Te deberías sentir mal?
Ya te sientes mal, de todos modos, aunque sientas que te faltaron cosas por decir. Pudiste haberle recordado que tiene amigos que se preocupan por él, aunque a él no le importe como no le importa nada, y que les ha hecho perder el tiempo a todos ustedes. Podrías haber hablado de Giselle y de Trinidad y de Emilia. Podrías haberle gritado algo sobre sus delirios ridículos y como ni una de las cosas de las que se pueda convencer elimina que debe aceptar la muerte de su hermanito.
Tú no estás muy seguro de qué sería de ti si alguno de tus hermanos muriera por causa tuya, pero tienes la impresión de que lo llevarías mejor que Néstor. Quizás es porque eres mayor que lo que él era cuando sucedió y, si es que algo vale, se adaptó bien durante los primeros años. No quita nada. No quita que no pudo siquiera esforzarse en salir de su pieza.
¿Pero quién dice que no se esforzó? Tal vez lo intentó y no pudo. Tal vez el miedo ganó y tú solo fuiste a restregarle sus derrotas en la cara, a hablar de cosas que no entiendes, como lo es perder a un familiar. Nadie cercano a ti ha muerto alguna vez. Solo puedes teorizar y no crees que esto sea suficiente, como has tenido que lidiar con todos los problemas de tus amigos excepto cuando te afectan lo suficiente como para mimetizarte en ellos.
No te puedes mimetizar con esto. Si Giselle deja de comer tú también puedes hacerlo, pero si el hermanito y el papá de Néstor están muertos—no hay nada que puedas hacer. Quizás fuiste muy cruel, pero ese segundo en que viste a la coraza de Néstor hacerse pedazos bajo el peso de tus palabras valió más que todas las conversaciones vacías del último año y medio.
Año y medio. Empezó cuando tenías catorce y ahora estás próximo a tus dieciséis. El tiempo se siente raro cuando lo miras así. Decides que no puedes quedarte donde estás así que sacas tu celular y marcas el número de la única persona que en este momento va a escuchar lo que sea que digas sin juzgarte.
Adrián te dice que vayas a su casa y tú decides ir porque estás perdido y solo y necesitas algo que hacer contigo mismo. Llegas cuando están terminando de tomar once y su mamá te mira extrañada, como tratando de explicarse tu presencia en su casa después de las ocho de la noche.
—¿Está Adrián? —preguntas y él parece por el costado de su mamá, le sonríe tensamente y ella desaparece hacia dentro de la casa. Él prácticamente te arrastra a su pieza y a ti no te importa porque estás más ocupado tratando de hilvanar las veces anteriores que has estado aquí con esta, en la que se podría decir que estás tratando a Adrián como a un amigo.
Ese pensamiento es demasiado confuso como para considerar ahora, sumado a todo lo demás, así que lo dejas ir mientras te sientas en su cama. Él pregunta qué onda y tú te encoges de hombros. ¿Por dónde empezar? Tratas de recordar para poder relatarle, pero lo primero que se te viene a la mente es la cara de Néstor y algo se aprieta en tu garganta.
—¿Pasó algo con Néstor? —pregunta Adrián. Asientes—. Supe que su papá falleció…
—Fui a su casa a gritarle.
Te observa raro, como si acabaras de confesar un crimen. Quizá lo es, esto de gritarle a la gente cuando está de luto.
—¿Por qué hiciste eso?
—Porque la última vez que su papá lo vio fue en mayo del año pasado —dices y eso sí te da pena y la voz se te quiebra un poquito. El Néstor que era tu mejor amigo no habría hecho eso, pero quizás ese Néstor solo existía dentro de tu cabeza. Te muerdes el labio—. Su papá estuvo hospitalizado por más de un año y Néstor nunca lo fue a ver, y su mamá tiene todas estas cuentas que a él no le importan si se da el lujo de no ir al colegio y…
No llores, Gaspar, pero pensarlo solo hace que la garganta te duela más. Adrián te está mirando con aprensión, listo para alzarse apenas demuestres siquiera un poco de debilidad. No sabes por qué viniste, si querías que él escuchara o porque eres una persona horrible y no puedes ser feliz a menos que alguien esté dedicándote toda su atención.
No sabes qué cara habrás puesto porque Adrián casi funciona de espejo por un segundo y luego se sienta al lado tuyo, pero no sabe si tocarte o no. No logras regular tu respiración. No quieres llorar. No por esto, de entre todas las cosas.
—Adrián —intentas decir para pedir algo, ya sea un vaso de agua o que deje de sentarse tan cerca o que ponga música, al menos, pero en cambio se te escapa un sollozo y no puedes detener ninguno de los que le siguen. No lloras de manera digna, como te gustaría, sino que te ahogas en tu propio aire y el estómago te duele después de unos segundos. No puedes dejar de tiritar.
—Gaspar —dice él como que quiere acompañarlo con algo consolador, pero Adrián siempre ha sido como la mierda para ayudar gente con sus emociones. Ni siquiera lograr juntar el coraje como para al menos abrazarte.
—El papá de Néstor falleció y a él no le importa y él no es así —dices entre sollozos que te hacen apenas comprensible. Esto es humillante, Gaspar. Basta—. No sé qué pasó y no lo puedo ayudar y no lo quiero ayudar, de todos modos, porque no sé cuál es su problema. Y Rebecca amenazó con hablarle al orientador sobre mí, y Giselle todavía no sabe sobre tú y yo y ya le rompí la promesa a Raquel porque soy muy cobarde como para poder estar solo. Soy una mierda de persona.
Él lo niega, pero es porque no sabe de qué está hablando.

Cumples dieciséis años un lunes en el que tienes clases, como todos los lunes de tu mísera vida desde que entraste a la educación municipal chilena. Giselle te regala un abrazo y un capri, Adrián te da una palmada en la espalda que te da una tentación de risa difícil de aguantar y Raquel te regala su apatía. Como es tu cumpleaños, tú te regalas el no sentirte como la mierda ante esto.
Rebecca te regala una cita con el orientador, como prometió, a la que tu profesor jefe te manda durante consejo de curso. Te sientas afuera de la oficina con Emilia, que también está ahí por razones que desconoces y no te interesan mucho.
—Néstor me contó que lo fuiste a ver —te dice. La observas. Si no la conocieras, no te darías cuenta del modo en que le da toda su atención a sus rodillas en lugar de a ti. Está enojada.
—¿Ya?
—¿Por qué le dijiste eso? —te pregunta. Te dan ganas de decirle que, aunque Néstor le tenga ganas, eso no le da ningún derecho a ella por encima de nadie. No significa que lo conozca mejor que tú, pero a estas alturas ya no estás seguro.
—Porque ni tú ni nadie más se lo iba a decir nunca.
—Néstor intentó salir…
—Si sigue en su casa, es porque no intentó suficiente.
—No es tan fácil —responde con fuerza.
—Para nadie nada es fácil, pero no todos nos damos el lujo de huir.
—¿Me vas a decir que nunca has querido?
Y ahí hay algo que considerar. ¿Es Néstor cobarde por huir, o eres tú cobarde por no ser capaz de hacer lo mismo? ¿Es valentía cuando te levantas en la mañana y vas al colegio o es mero conformismo?
La semántica no importa, sino el resultado. Pero salir y enfrentar al mundo no te ha hecho feliz y escapar y esconderse no ha hecho a Néstor feliz, ¿así que qué es lo que se debe hacer?
—No soy dueño de la verdad —admites—, pero creo que tenerle lástima a Néstor no resuelve ninguno de sus problemas.
—Crees que eres la única persona que no le tiene lástima solo porque le tienes ganas.
Te deja helado. Miras a Emilia que te sigue sin mirar, porfiadamente enfocada en sus rodillas y en la tela de su falda.
—Pero la verdad, Gaspar —dice, y tienes miedo, súbitamente, porque ella no debería saber estas cosas, y cómo las sabe, y recuerdas lo que dijo Néstor y tienes miedo porque cuando habla suena tal cual la voz en tu cabeza que te dice que te tires por la ventana—, es que tú quieres que él te tenga lástima. Y te da rabia, porque no le importas.
Todos los ruidos en el pasillo hacen eco y todas las hojas de los árboles están susurrando risas.
—¿Quién chucha te crees que eres?
El rugido te sale sin que lo notes y solo te percatas de la demostración de tu ira cuando Emilia se encoge en sí misma, aterrorizada. Te pones de pie. Eligió una mala semana para intentar hacerte la pelea.
—¿Te crees especial porque Néstor te habla? ¿Sabes por qué te empezó a hablar? Porque le dabas pena, porque a todos nos das pena, no hay nadie en todo el curso que te hable que no sea porque les da pena lo rara que eres. Agradécele a Rebecca por tratarte como el hoyo porque si no nadie te daría la hora.
No te responde. Te cuestionas si el orientador habrá escuchado. ¿Esto clasificará como bullying? Probablemente. Emilia está temblando. Debe estar aguantándose las lágrimas. No logras sentirte mal. Ella se lo buscó.
Hay algo enfermo en la boca de tu estómago, pese a todo, y te das cuenta de que lo único que haces últimamente es decirle cosas horribles a la gente. No sabes por qué y no sabes cómo detenerte, o si deberías, o si quieres.
—Le voy a decir a Néstor —dice Emilia con la voz temblorosa. Te ríes. Suenas como Javier.
—Acúsame, entonces. Si ni puedes pelear tus propias peleas.
—Y le diré a Giselle.
Y ahí Emilia sí te mira y ahí sabes, Gaspar, que no se refiere a esto. No se refiere para nada a esto.
—¿Cómo sabes? —preguntas.
—¿Cómo sé qué?
Casi lo dices, pero se te traba la lengua. Emilia tiene los ojos enrojecidos. Tú sientes que te vas a desmayar.
—Un amigo me contó —responde al final.
—¿Qué amigo?
Y se alza de hombros. Repasas en tu mente toda la gente que sabe, entre tú mismo, Adrián, Raquel, Javier—
Javier. ¿Pero por qué le diría a Emilia? ¿Siquiera la conoce? ¿Qué ganaría a partir de traicionarte? ¿Será otro de sus juegos enfermos? Pero es tu amigo, ¿no? Dudas que haya sido él, pero no hallas más respuestas y Emilia sabe y alguien le dijo, ¿y quién más pudo haber sido? Tampoco le dijiste a Javier con quién te estabas acostando, exactamente. Solo que era un compañero de curso. ¿Cómo podría haber reducido el sujeto hasta saber que era Adrián? ¿Dijiste su nombre alguna vez?
Estás mareado.
—Hasta podría decirles a tus papás.
Vas a vomitar.
—¿Qué quieres?
Harás lo que sea que te pida. Lamerás el piso si así te lo dice, pedirás perdón por todo lo que dijiste, le pedirás perdón a Néstor, lo que sea, pero no te puede hacer esto. Pero no dice nada y vuelve a mirar para otro lado y tú estás sudando frío.
—Emilia. ¿Qué quieres que haga?
Nada. No habla.
Voy a vomitar, piensas, pero no lo haces.