"Loco por ella" - de Sergio Lozano Zarco

   La historia que a continuación pasaré a relatarles sería impensable a principios del siglo XX, pero aquí, en los finales de los finales del milenio, donde cada dos por tres aparece un lunático anunciándonos el fin del mundo, es, señoras y señores, de lo más corriente.
   Don Felipe era el típico currante español. Se pasaba todo el día trabajando y al terminar su jornada, a eso de las seis, sin haberse duchado o cambiado de ropa, iba derecho al bar de la esquina.
   Pero Felipe no acudía para debatir, a aquél hervidero de polémicas pacíficas, sobre fútbol, política y toros  pacíficas hasta que los tertulianos llevaban diez o doce chatos de tinto y algún que otro botellín, todo ello mezclado con el tabaco más negro, que daba la inequívoca señal de hombría—,  sino que llegaba allí con la única idea, obsesiva incluso, de verla a ella.
   Le volvía loco, con ella se olvidaba de su mujer, una maruja que no veía la calle más que cuando tendía la ropa y de paso aprovechaba para dialogar con su vecina de enfrente, que casualmente también tendía la ropa a la misma hora, sobre lo guapa que salió ayer en la tele la hija del ex marido de la actriz, que ahora se ha separado de su nuevo amor latinoamericano.
   Se olvidaba hasta de sus hijos. De Loli, la mayor, con carrera y máster en Augusta, y de Manolo, el orgullo de todos los perros del barrio y parte del extranjero.
   Era tal la convulsión que recorría el cuerpo de Felipe cada vez que la veía, que cuando bajaba al bar los domingos para ver el fútbol, no se inmutaba lo más mínimo si su equipo perdía, de lo cual se enteraba por las risas de sus compañeros y no porque el prestara la más mínima atención.
   ¿Y cómo es ella?, se estarán ustedes preguntando. Estarán pensando que era lo más de lo más, lo nunca visto. Pues bien, antes de ponerles los dientes largos, les contaré qué hacía ella en aquel bar, entre tanto trabajador sudoroso y cincuentón.
   Era, por llamarlo de alguna manera, una empleada de Julián, el dueño. La contrató para que alegrara un poco a aquellos muchachos con tantos problemas de espíritu e hígado.
   Se limitaba a estar allí todo el día, mientras los caballeros se iban acercando de uno en uno, aunque a veces de dos en dos, a desahogar sus inquietudes con ella.
   Su aspecto era coqueto, no era muy alta, más bien rechoncha, pero con unos ojos que si los mirabas más de dos minutos seguidos te resultaba imposible apartar la mirada de ellos. ¡Y tenía un tacto!, ponía los pelos de punta el simple roce de los dedos contra su cuerpecito.
   Felipe siempre esperaba a que los demás la dejaran tranquila para acercarse y quedarse con ella hasta que Julián decidía cerrar, a eso de las doce o la una de la madrugada.
   A esas horas aún seguían despiertos los vecinos colindantes a la vivienda de don Felipe y familia, y si no lo estaban, lo estarían, porque rara era la noche en que la señora Fausti no se liaba a gritos con el pobre Felipe que, agachando la cabeza, alegaba que se le había parado el reloj, lo cual no era del todo falso, ya que aún conservaba el que Doña Fausti le regaló el día de su boda, allá por los años en que se inventó la rueda.
   Y así día tras día, don Felipe al bar, su mujer a la ventana y sus hijos peleando encarnizadamente por el dominio del mando a distancia.
   Pero un día Felipe salió del trabajo más tarde de lo normal porque se celebró una reunión extraordinaria para entregar el premio al empleado más eficiente de la empresa, el cual no llegó a entregarse porque el ganador estaba ausente por la muerte de un sobrino de su vecino.
   Cuando Felipe llegó a su segunda casa, se encontró un panorama desolador. Don José, el mejor jugador de mus del barrio, todo hay que decirlo, estaba llorando; Pepe el del estanco y su ayudante Santiago, estaban abrazados preguntándose cómo podía el mundo ser tan cruel. La razón, ni más ni menos que el despido improcedente de aquél ser tan maravilloso que alegraba los corazones de aquellos hombres y en especial el de Felipe. Éste agarró de la pechera a Julián y el pobre, pálido, alegó reducción de plantilla. Felipe salió del bar y juró no volver a entrar jamás.
   Horas después, la señora Fausti llamó a la policía, ya que eran las seis de la mañana y don Felipe no había llegado aún.
   La policía montó un dispositivo de búsqueda, pero sin resultados. Ya a las dos de la tarde del día siguiente, una pareja de Nacionales localizó a Felipe. Estaba en un salón de juegos de la calle Montera, abrazado a aquél ser maravilloso que Julián había tenido la osadía de despedir y que, gracias a la suerte, fue contratada en aquel lugar junto a muchas compañeras más.
   Su mujer no podía creérselo, ¡tanto tiempo engañada!
   Dos horas después del reencuentro con su fiel esposo, agarró la vetusta ropa de Felipe, la introdujo en una maleta vieja que guardaba desde hacía treinta años, con la esperanza de utilizarla algún día, y echó a Felipe de su casa.
   Ahora Felipe vive en casa de un primo lejano, no tiene trabajo y va tres veces por semana a una terapia de grupo que, en vez de ayudarle a olvidarla, le recuerda día tras día que sigue estando loco por ella. 



                                       

"Temblores" - VIII - Desgracias tempranas


—VIII
Desgracias tempranas



Entre hermosos poemas tristes y atardeceres artísticos, mucha gente se olvida de los detalles desagradables de querer morirse todo el tiempo. Es miércoles, está lloviendo y tú estás caminando bajo la lluvia sin un rumbo exacto, en busca de algo que no sabes qué es, porque tu cerebro en algún momento te ordenó que salieras a torturarte. Llevas a lo menos un mes sin cortarte. Aplausos. Ya no recuerdas cuándo fue la última vez que comiste pan, al punto que tu mamá ya se aburrió de insistirte.
Te enojas contigo mismo cuando el agua te corre por la espalda. Qué mierda estás haciendo. Te ríes y una señora pasa al frente tuyo y te mira extrañada y tú casi le dices algo descortés.
Sientes que hiciste algo humillante, pero no estás seguro de qué es. ¿Decirle a Adrián? Quizás. Darle la razón a Raquel, también podría ser. Toda tu vida es un momento humillante extendido hasta el infinito.
—¿Pero dónde anduviste metido? —te pregunta tu mamá cuando vuelves a tu casa—. Tenías que venir del colegio acá para ayudarme en el negocio.
Su sermón sigue mientras te dice que te quites la ropa para secarla. No sientes nada particular al respecto, aparte de que la humillación aumenta un poco. La dejas hablando sola y tus hermanos te miran incrédulos cuando ella grita y tú sigues caminando a tu pieza. Sabes que esto es arriesgar que te tiren del pelo hasta que pidas perdón, pero estás demasiado exhausto y distanciado de la humanidad como para que te importe. Al final, tu mamá simplemente te dice algo sobre cómo le dirá de esto a tu papá y ahí termina todo.
Sacas tu celular.
*creo que estoy teniendo un episodio psicotico
Javier, como siempre, no es muy útil y solo te responde que estarás completamente justificado si personificas a Norman Bates o, mejor aún, Patrick Bateman. Le gusta que entiendes todas sus referencias cinematográficas, aunque normalmente tus gustos divergen de los de él.
*te sientes como la viejita de requiem for a dream, cuando su refrigerador quiere matarla
*?
Das vuelta en tu cama. Alguien está susurrando en tu cabeza, lo cual ya es normal en un sentido metafórico, pero ahora de verdad está ahí, aunque no logres entender qué está diciendo. Lo puedes ignorar. Ya se irá. No es como que tenga todo el tiempo del mundo para joderte solo a ti, ¿cierto? Debe haber otros loquitos en el mundo a quienes atormentar.
*yo no me drogo
Cierras los ojos con fuerza. Algo te está tocando el hombro lentamente, casi con cariño, pero solo logra que se te suba la bilis y te corte el flujo de tus pensamientos. Miras tu celular. No puedes dejar de temblar.
*desde que hora estas aquí
Estás seguro de qué hay algo mal con esa pregunta, pero no logras percatarte de qué.
*what.
Te pones de pie porque no dejan de tocarte. Puedes ver sombras en tu visión periférica. pero cuando intentas verlos directamente, desaparecen. Quieres dormir, sin embargo, ya estás de pie.
*creo que deberias decirle a tus papas o algo antes de que te tires por la ventna
¿Decirles qué? Suspiras. Tu cabeza se siente llena de algodón. La idea te hace reír un poquito. Recuerdas a la señora que viste afuera y dejas de reír.
*gaspar
*gaspar
*contesta tu telefono
*contesta tu telefono o me vere obligado a tomar medidas drasticas
*ya po wn
*por la chucha

Despiertas con tu cerebro donde debe estar, tu puerta con pestillo y sin muchas memorias de qué pasó ayer. Aparte de eso, el brazo izquierdo te duele como si lo hubieras pasado por un triturador, lo que es probable considerando la sangre en tu polerón.
Miras el techo un rato. Luego empiezas a limpiar como siempre lo haces, te cambias de ropa, metes tus frazadas en una bolsa para limpiarlas cuando no haya nadie en tu casa y finalmente quedas sentado observando la nada. Tomas tu teléfono del piso cuando vibra e intentas limpiarlo con el polerón que acabas de dar por perdido.
Tienes muchos mensajes de Javier. No recuerdas haberle enviado nada.
*mira ctm la vida es muy corta como para andar preocupandome de enfermos qls como tu
*pero como que es ilegal no preocuparse asi que me contacte con uno de tus amigos para que le dijera a tus papas. creo que el wn no hizo nada porque el wn es bien mierda. pero lo intente y este mensaje es la prueba para que cuando te encuentren muerto en tu pieza no me acusen de negligencia
*pd da pruebas de que estas vivo si lo estas
Te preguntas qué amigo será. Tú no tienes amigos, a decir verdad, por lo que no te sorprende que a quien sea que le haya dicho no haya hecho absolutamente nada. Aun así, el sentimiento de humillación de ayer, que es lo último que recuerdas, vuelve con brutalidad.
*estoy vivo
Javier agradece sarcásticamente a Jesucristo y confiesa que temía que tal vez habías asesinado a toda tu familia. Te pregunta si esto es común. Dices la verdad: no. Ha pasado como tres veces desde que tu cerebro dejó de funcionar cómo debe. Te pregunta si has comido algo. Dices que no y te empieza a mandar fotos de tortas y chorrillanas para que no te resistas a la tentación del pan tostado con mantequilla.
Le das las gracias. Te deja el visto.

Es raro pasar cosas así y luego ir a clases con la certeza de que para la mayoría de la gente allí su fin de semana fue completamente normal y sin novedades. Agradeces que fue el brazo izquierdo porque moverlo te saca lágrimas y no podrías escribir si fuera el derecho. Giselle nota que andas raro, pero no te pregunta nada. Te gustaría que lo hiciera porque te sientes extrañamente solo, de esta manera violenta que te viene después de tus derretimientos emocionales. Tienes la sensación de que probablemente te negarías a hablar.
Rebecca te acusa con el profesor de química sobre tu irrespetuosa irresponsabilidad y tú te ríes un poco ante la aliteración. Maldices que tu apellido esté exactamente antes que el de ella.
—Siempre pasa lo mismo —dice y tú por un momento tienes las ganas de decirle que eso es una vil mentira. Solo viene pasando hace como dos años. Antes eras un amor de persona y, si uno vive ochenta años, dos son nada, así que es como si recién ayer te hubieras ido al carajo. Tienes la impresión de que ella no se tomaría esto bien—. Nunca hace nada, pese a que dice que lo va a hacer, y luego nos deja al resto del grupo hacer sus cosas a última hora.
No dices nada porque tu única defensa es pues para qué me siguen creyendo. El profesor te mira como si fuera un juez y tú hubieras hecho explotar un hospital, como el Guasón, en The Dark Knight. Debes recordar esa; Javier apreciará la sosa comparación.
El profesor le pide a Rebecca que se vaya para hablar a solas contigo. El estómago se te contrae con nervios, pero al final te dice lo usual. Te pregunta si tienes problemas en tu casa, si te estás drogando, si eres alcohólico, si terminaste con tu polola, si eres gay, si eres enfermo terminal, y al final decide que simplemente eres flojo y que te puedes ir a la mierda, al siguiente trabajo que no respondas tendrás un sonoro uno al libro.
No te importa. Te gustaría que te importara, pero te da lo mismo. Rebecca está afuera de la sala cuando sales al pasillo, esperando el veredicto, y te mira con sorna mientras el profesor habla. La odias. Por un segundo aterrador, puedes visualizarte matándola. Quizás debiste haberle mostrado tu brazo al profe, solo para dar pena y quitarle esa expresión de satisfacción suprema de la cara a Rebecca. La odias, de verdad. No hay nadie a quien odies más en este momento.
La peor parte es que, objetivamente, está en lo correcto. No tiene por qué soportar tu desidia y tu irresponsabilidad. Está bien que te acuse con el profesor y que este te castigue. Tiene sentido y lo esperarías si estuvieras en sus zapatos, pero sigues siendo un pendejo, Gaspar, así que te enojas pese a que entiendes y no harás nada para cambiarlo.
El profesor se va. Quedas solo con Rebecca.
—Como que nada de esto te importa —te dice y tú la miras porque, vaya. Es la primera vez que alguien te dice eso de manera tan directa. Ni Javier. Te encoges de hombros.
—Tienes lo que querías. ¿Puedes dejarme de huevearme, ahora?
Frunce el ceño y su linda cara deja de serlo tanto con solo eso. Es de esa gente que se deforma entera cuando se enoja, así como tú te ves como un estropajo cuando estás a punto de llorar.
—¿Es por Néstor?
Casi te ahogas en aire, pero no sabes si es sorpresa o lo profundamente ofendido que estás.
—¿Qué?
—Digo yo, antes no eras así. —Con que para ella dos años también son un parpadeo—. No sé qué habrá pasado, pero desde lo que pasó con Néstor como que te has puesto… peor.
—No —respondes. Es la verdad—. No es Néstor.
—¿Entonces qué es?
—No me interesa hablar contigo.
—Pues mala suerte porque me das una respuesta o te pido una cita con el orientador.
La miras por largo rato. Es su manera de ayudar. Quiere ayudarte. No sabe qué está pasando y probablemente la has afectado más que a muchas otras personas, pero quiere ayudarte. Y tú la odias por eso, igual, por qué cómo se atreve a sugerir que tiene idea de cómo arreglar esto. No tiene idea de nada. Rebecca no sabe cómo se siente esto y nunca lo va a entender porque ella, con el mínimo esfuerzo, tiene excelentes notas y es bonita y tiene la suficiente seguridad en sí misma como para que no le importe caerle mal a todo su curso desde kínder. Ya te habrías matado si le cayeras como patada en el hígado a tanta gente.
—¿Tu cachai que yo puedo decidir no ir?
—Si decides no ir es más prueba de que tienes que ir.
—¿Por qué te importa tanto?
¿Por qué cresta a la gente le importa tanto tu bienestar últimamente? Antes les daba lo mismo. Era más fácil cuando les daba lo mismo, así podías decidir pudrirte en tu cama en paz. Ahora ni eso puedes hacer porque enseguida llega algún pelagato a hablar acerca de cómo la vida es hermosa.
Rebecca se ve turbada ante la pregunta, como si hubieras sacudido algo profundo en ella.
—Considerando que ni tu mejor amiga parece dispuesta a hacer algo…
—No metas a Giselle en esto.
Ahí está, la duda. Está teorizando qué es esto. Qué significa, si es que significa algo. Rebecca es demasiado inteligente como para que le puedas ganar, Gaspar. Nunca has sido muy rápido. Alguien que comía tierra a los tres años no tiene posibilidad de ser un genio.
—¿No me vas a decir?
No contestas. Rebecca se acomoda la mochila en el hombro.
—Okay, entonces. Prepara buenas mentiras para el orientador.
Y se va, sus pasos resonando demasiado fuerte en el pasillo, y tú te quedas ahí, sin saber qué hacer.


"El barrendero de sueños" - de Sergio Lozano Zarco

Cuenta la leyenda que hace muchos años, tantos que los cipreses no son capaces de recordarlo, había un humilde barrendero que cada día, escoba en mano, recorría las calles de Madrid.
   Más o menos metro setenta, de tez morena y ajada piel, apenas dejaba ver sus ojos tras su gorra aquel invierno en el que no nevó ni un mísero copo en toda la Navidad.
   No hablaba con nadie ni nadie reparaba en él, el sonido cadencioso de las cerdas al rascar las aceras era todo en lo que se fijaba.
   La noche en la que todo empezó el frío le obligó a resguardarse en una esquina de la plaza Benavente, la ventisca removía las hojas con violencia y apenas paseaban tres o cuatro personas por delante de su carrito. Con la mirada fija en el suelo se refugió en sus pensamientos con la esperanza de que el reloj corriera un poco más deprisa y así terminar su jornada, el frío le roía los huesos y apenas podía moverse.
   De uno de los portales adyacentes salió Lucía acompañada de su abuela, con su bufanda de lana enrollada al cuello, con una mano agarrando la de su abuela y con su carta a los Reyes Magos en la otra.
   Su abuela que había visto un día tras otro faenar a aquel barrendero agarraba con una mano fuertemente a su nieta, y en la otra mano llevaba una taza de barro que sujetaba con sumo cuidado.
   Ambas se dirigían al buzón de los Reyes Magos que estaba situado en la plaza Mayor. Al pasar por la esquina de la plaza Benavente la abuela de Lucía se acercó al viejo barrendero y, sin decirle ni una sola palabra le puso la taza en las manos. Éste, alzó la vista suavemente y con los ojos vidriosos por el frío y por el gesto, asintió agradecido sin tampoco mascullar un sonido. Lucía, que con su corta estatura quedó frente a los ojos de aquel hombre, los grabó en su mente, le dedicó una sonrisa y tiró del brazo de su abuela para que siguieran con su camino.
   El misterioso barrendero se tomó el chocolate caliente que le supo a gloria y se puso de nuevo manos a la obra.
   Un rato más tarde, cuando la noche ya arreciaba, vio como la niña y su abuela regresaban desandando el camino por el que se habían dirigido a la Plaza Mayor. La niña lloraba desconsolada mientras su abuela la abrazaba para consolarla al mismo tiempo que la protegía del frío.
   ¿Qué te pasa, dulce niña? dijo el barrendero con su tosca voz.
   Que he perdido mi carta a los Reyes Magos, la llevaba en la mano y la he perdido, ahora no voy a tener regalos.
    ¿Sabes qué? le preguntó el barrendero.
   ¿Qué? respondió la niña secándose las lágrimas con la manga del abrigo.
   Tú me has traído una taza de chocolate caliente que me ha ayudado entrar en calor cuando más frío hacía la niña asintió tímidamente, -bien, pues yo me voy a quedar toda la noche barriendo y voy a encontrar tú carta, y cuando la encuentre yo mismo la llevaré en persona al buzón de los Reyes Magos para que mañana tengas tus regalos como todos los niños del mundo, ¿te parece bien?
   Eso sería estupendo contestó la abuela por ella.
   Pues no se hable más, yo me encargo.
   Lucía y su abuela se despidieron cortésmente y entraron en casa.
   A la mañana siguiente Lucía se levantó antes que nadie en su casa, se bajó de la cama y sin ponerse las zapatillas corrió a toda prisa por el pasillo hasta llegar al salón, abrió la puerta de un golpe y… allí estaban, montones de paquetes para toda la familia. Lucía no podía creer que aquel barrendero al que no conocía de nada hubiera estado toda la noche buscando su carta para que ella tuviera sus regalos.
   Abuelita, ¿podemos ir a darle las gracias a ese señor?
   Por supuesto, vístete y ponte el abrigo.
    El resto de la familia las acompaño en busca del hombre que había hecho posible el milagro.
   Buscaron durante un buen rato, preguntaron a todos con cuántos se cruzaban si le habían visto, pero nadie volvió a verle.
   Años más tarde, paseando Lucía por la Plaza Benavente de la mano de sus nietos se paró frente a una estatua de bronce: era un barrendero con gorra y escoba, exactamente igual que aquel viejo barrendero que un día se cruzó en la vida de la ahora anciana Lucía.
   ¿Quién es éste, abuelita? preguntó uno de sus nietos,
   Cuenta la leyenda comenzó a relatar Lucía, que este viejo barrendero se quedó toda una noche buscando una carta a los Reyes Magos que una niña había perdido para poder entregarla en su nombre, y que hizo tantísimo frío que el pobre se quedó de piedra por cumplir la promesa que le hizo a la niña, y, ¿sabéis qué?
   ¿Qué, abuelita? contestaron a la par atónitos.
   Que la niña por la que este hombre se quedó de piedra hizo una pausa para no echarse a llorar, esa niña era yo.
   Los niños se quedaron boquiabiertos, los agarró fuertemente de la mano y guiñándole un ojo a aquella estatua, se alejó con sus nietos hacia la Plaza Mayor a entregar la carta a los Reyes Magos.












"Temblores" - VII - Albricias tardías


—VII
Albricias tardías



Le hablas de Javier a Giselle. No le puedes decir cómo lo conociste así que mientes y no es como que a ella le importe ese detalle porque está más interesada en saber detalles sobre Javier, así que tú se los das. Le dices que toca la guitarra. Le dices que tiene los ojos raros. Le dices que lee libros de filosofía, de Kierkegaard y de Nietzsche y de Kant, que conversa mucho de religión aunque no cree en Dios y que habla como personaje de telenovela.
Ella te habla de los amigos de Néstor y tú casi ríes porque ¿qué amigos? ¡Ustedes dos son sus amigos! Y ella se queda callada y te mira raro. Es la primera vez que oyes hablar acerca de Cristóbal y no lo sabes todavía, Gaspar, porque lamentablemente no eres psíquico, pero este nombre se repetirá muchas veces en los próximos cuatro años. Por ahora, asientes y escuchas la mitad de lo que Giselle dice.
Néstor tiene amigos por Internet. Uno de ellos se llama Cristóbal, al parecer, y es la primera vez que odias a alguien que no conoces. El nombre te suena y no sabes de dónde, lo que te irrita más. Néstor apenas te mira, pero está haciendo amigos. Bien. Okay. No te importa. Te da lo mismo. Que se vayan a la mierda, los dos.
—¿Por qué estás tan enojado? —pregunta Giselle, casi riendo, y tú no puedes explicarle así que no lo haces. Te reclinas en su silla y miras el techo. Tienes hambre. No, mentira. No tienes hambre. Estás bien.
Decides que no vas a visitar a Néstor nunca más, pero la verdad es que te dices eso todas las semanas. La otra verdad es que, esta vez, las palabras suenan diferentes en tu cabeza, más definitivas y abrumadas, y eso te asusta porque no puedes cansarte de Néstor. ¿Qué será de ustedes dos entonces? ¿Qué será de ti?
No logras angustiarte lo suficiente, porque al final, Gaspar, sabes que son justificaciones para aferrarte a tus convicciones.

Quizás es porque estás enojado por razones tontas, pero decides reflexionar sobre lo que dijo Néstor porque no puedes seguir evitándolo, así que te sientas al lado de Emilia en el patio y tratas de no respirar muy fuerte. La niña se espanta rápido si no se es precavido.
—¿Néstor te ha dicho alguna de sus cosas? —Es la pregunta más ineficiente del mundo y Emilia te observa de un modo que te hace entender que no. Te pone un poco feliz. No quieres pensar por qué—. Ok, no importa.
—¿Debería haberme dicho algo?
—No, no necesariamente.
Te pones de pie y Emilia te observa de un modo que te da pena, pero no te gusta sentir pena por la gente y menos si en cierta medida los estimas. Le convidas almorzar juntos y ella sonríe como si se hubiera encontrado plata en la calle.
Quizás es un buen presagio.

Lees libros sobre enfermedades psiquiátricas, así como leíste libros tras libros de medicina veterinaria apenas Cosquillas se enfermó del hígado. No sirvió de nada. Tienes la sensación de que ahora tampoco servirá de nada excepto saciar tu curiosidad. No es que creas que Néstor es esquizofrénico, pero sus delirios no son normales y tú ya sabes bastante de esto de convencerte de mentiras. Las tuyas, claro, nunca han sido tan extremas.
Trinidad te acompaña a la biblioteca y te mira con curiosidad cuando tú agarras libros que podrían hacer hoyos en el suelo si los dejaras caer.
—Ni siquiera sabía que podías leer.
—Ja-ja. Qué chistosa.
No te pregunta el por qué y eso es lo genial de Trinidad. No pregunta porque no le importa en lo más mínimo, así que no va a fingir que le interesa escuchar la explicación que probablemente no le darías, de todos modos.
Ella juega con su celular y pretende estudiar mientras tú lees y lees acerca de delirios paranoicos, sin llegar a ninguna respuesta. Te cuestionas si los papás de Néstor han pensado en llevarle un psicólogo a la casa. Probablemente sí. ¿Alguna vez lo habrán interceptado en su camino al baño? ¿Se habrán negado a darle de comer hasta que saliera?
Puedes imaginar a Néstor diciendo entonces a la cresta, me muero, y la idea casi te hace sonreír. Luego se te quita porque Néstor debería salir de su pieza para algo más que buscar comida. Su papá está en el hospital hace meses. No estás seguro de la razón, pero siempre ha sido delicado de salud y a Néstor no le gusta hablar de eso porque, en general, no le gusta hablar de cómo la gente puede morirse de un día para otro. Pese a todo el tiempo que lo conoces, lo único que sabes de su hermano menor es que se llamaba Andrés y se murió ahogado, frente a Néstor.
Emilia debe saber más, pero no comparte sus ideas, probablemente porque Néstor se lo prohibió. Giselle sabe menos que tú. Miras a Trinidad.
—Tú todavía vas a la casa de Néstor, ¿cierto? —preguntas. Ella asiente sin quitar la mirada de encima de su teléfono.
—Fui la semana pasada.
—¿Cómo estaba?
—Me preguntó si estabas enojado con él.
Vuelves la atención al libro frente a ti. No debería irritarte. No debería afectarte en lo más mínimo, de hecho, y hasta debería alegrarte que Néstor todavía demuestra al menos una pequeña deferencia hacia tus sentimientos.
No sabes por qué te enfurece.

Te das cuenta de que estás encontrándote con Javier dos veces a la semana cuando le dices a Giselle que no puedes ir con ella al mall porque tienes otra cosa que hacer, y al mismo te percatas de que estás diciéndole que no a tu mejor amiga para venir a fumar a la plaza con un tipo que cree vehementemente en el darwinismo social.
Pero Javier es muy bueno para escuchar, aunque se ría de la mitad de las cosas que dices, independiente de si son chistes o no, y tiene temas de conversación interesantes pese a que se conviertan en cátedras.
—Creo que conozco a tu amigo, el loquito. Me sonó conocido cuando me contaste de él y ahora caché que era porque lo conozco —dice mientras prende otro cigarro. Hace calor y el aire está húmedo.
No agrega nada más incluso cuando le preguntas el cómo conoce a Néstor si Néstor no sale de su casa. O tal vez sí lo hace y te han estado mintiendo.
La idea te molesta. Todo de Néstor te molesta súbitamente.
—¿Estás bien? —te pregunta Javier cuando tú no dices nada y tú asientes, empecinado en tu silencio. Él se encoge de hombros—. Mándale mis saludos cuando lo veas.
—¿Por qué no lo vas a ver a su casa? —No puedes evitar que la pregunta salga petulante. Javier sonríe lentamente, sin dientes, mirándote hasta que tú no eres capaz de seguir devolviendo el gesto.
—No quiero asustarlo. He oído por ahí que es medio… impresionable.
Y se ríe.

Adrián va a tu casa y es la experiencia más aterradora de toda tu corta vida cuando uno de tus hermanos menores aparece en el umbral de tu pieza, te pide que te saques los audífonos y te dice que un cabro te anda buscando.
—Pero ¿qué hueá? —dices sin querer apenas lo ves. Tu hermano se ríe entre dientes antes de escabullirse a volver a jugar con su Play Station. Adrián esquiva tus ojos así que tú avanzas hasta que los están fuera de la casa—. No puedes estar acá. Vamos.
Lo haces caminar alrededor de la cuadra, sin rumbo, hasta que llegan a la plaza Bismarck y luego allí no sabes qué hacer. Está atardeciendo y tú estás temblando de algo que no es frío ni es miedo.
—¿Qué quieres? —espetas. Adrián te mira raro. Te da un poco de asco.
—Quería hablar contigo.
—¿De qué?
Se ve derrotado por un segundo y tú te sientes mal así que te sientas al lado de él en una banca.
—No te estoy pidiendo nada extraño —dice tentativamente, como si temiera que lo muerdas hasta matarlo si trastabilla—, solo quería conversar y eres la única persona a la que le tengo confianza.
—¿Y tus amigos?
Bufa y tú entiendes a qué se refiere sin tener que oír las palabras.
—¿Por qué no Raquel? —preguntas, en cambio.
—Porque es en parte acerca de ella.
Suspiras. Te ha dejado en esta posición en la que no eres tan cruel como para mandarlo a la mierda, pero a la vez tampoco sientes tener el temple como para soportar estar en su presencia porque mientras más cerca está, más lo echas de menos. Pero no eres mala persona, Gaspar.
Prendes un cigarro y finges no percatarte de su incredulidad.
—Entonces dime.
Adrián te habla de varias cosas. Empieza por el hecho de que, si bien quiere a Raquel, no siente ni el más mínimo deseo de acostarse con ella. Nunca ha sido bueno en esto de tener tacto para decir las cosas y tú lo dejas pasar, y él entonces habla de sus papás y de cómo ya en parte tienen sospechas, pero como nunca están en su casa no tienen pruebas. No son homofóbicos, mas uno nunca sabe. Y entonces habla del colegio y de sus amigos que siempre lo joden porque te mira mucho y se están dando cuenta, y de sus notas y de los profesores y de cómo, al final, realmente no sabe por qué vino a hablarte si sabe que a ti no te importa y que no vas a poder solucionar nada de esto.
—A veces se necesita hablar —dices. No recuerdas la última vez que hablaste de las cosas que te molestan, sin tapujos.
—Gracias. Sentía que iba a explotar —responde con una risa y te mira. Ya está oscuro y apenas puedes distinguir su cara bajo las luces de la plaza. No hay nadie. Sería tan fácil, hacer algo no porque quieres sino porque puedes.
Pero no, Gaspar. Algo se apodera de ti, algo pegajoso y pesado y que te hace temblar y de repente estás viendo a Adrián con cierta aprensión que él puede ver, si su expresión extrañada significa algo.
—¿Te puedo decir algo que no le he dicho a nadie? —murmuras sin aire. Tienes la garganta seca. Adrián asiente—. Estoy enamorado de Néstor.
Pero las palabras suenan como mentiras y no sabes por qué, pero la reacción de Adrián es sincera. No responde de inmediato. Recoge su orgullo calladamente y con lentitud mientras tú intentas calmarte, sin éxito.
—Creo que lo puedo ver.
—Lo odio —sigues y tu voz sale más fuerte que lo que esperabas—. Lo odio. No lo soporto.
—¿Entonces por qué…?
No sabes y algo se agolpa en tu garganta al intentar buscar una respuesta. ¿Por qué una persona que te ignora así mientras que deja a otros entrar sin dificultades? ¿Por qué alguien tan patético? Vales más que esto, Gaspar, pero no estás seguro. Quizás es lo mejor que te puedes permitir, algo inalcanzable y que te da asco cuando tienes los pies en la realidad no seis metros bajo tierra.
—¿Por qué te gusto? —preguntas, incapaz de dejar la sorna fuera. Adrián se encoge de hombros.
—Me gusta que eres valiente.
Sonríes. Tú, valiente. Claro, cómo no. Ni siquiera puedes verle la cara a tu mejor amigo porque le tienes miedo. No puedes decirle nada de lo que es importante. Le has mentido a Giselle por meses.
—Raquel es más valiente que yo, si es por eso.
—Pues sí, pero… —Adrián te quita un cigarro—. Es fácil ser valiente si vas ganando.
Es la primera vez que sientes que de verdad estás hablando con Adrián y, de manera estúpida, te hace feliz.


"Mi par 21" - de Sergio Lozano Zarco

   El timbre que anunciaba el final de las clases retumbó en los oídos de todos los compañeros de clase de Lucas, ruido de mesas y sillas rozando contra aquel gastado suelo, mochilas cerrándose y voces por todas partes, pero Lucas no movió ni un músculo. Julia, su profesora, también estaba recogiendo sus cosas, había sido un día duro, y estaba deseando llegar a casa, «como todo el mundo», pensó, «como todo el mundo».
   Una vez hubo guardado todo, se levantó colocándose la falda y metiéndose la blusa por dentro, cuando, alzando la mirada vio que Lucas aún seguía sentado en su silla.    Estaba inmóvil, miraba hacia el pupitre, pero no había nada en él, estaba con la mirada perdida, pensativo y un tanto triste según parecía a primera vista. Julia se acercó a él y tocándole cariñosamente en el hombro le dijo: «Lucas, ya ha sonado el timbre, ¿no sales?». Lucas la miro a los ojos y, tras un par de segundos volvió a perder su tierna mirada en la mesa de color verde que tenía delante.
   ¿Qué te pasa, Lucas? ¿Tú también has tenido un mal día? le preguntó con dulzura.
   Lucas volvió a mirar a su profesora fijamente y, sin titubear, le dijo: «Señorita Julia, ¿es verdad que soy un retrasado?». Julia se quedó atónita, no por la pregunta, pues ella ya sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a ella, sino porque esa pregunta sonaba a dolor, el dolor de un niño que empezaba a ser cruelmente consciente de que tenía síndrome de Down.
   ¿Por qué dices eso, Lucas?
   No se haga la tonta tartamudeo él. Lo sé, sé que me pasa algo, todos lo dicen.  
   ¿Quién? dijo ella.
   ¡Todos! grito él, me llaman retrasado a todas horas, se ríen de mi forma de hablar y tienen razón, no soy como ellos.
   Julia no sabía qué hacer ni qué decir, ¿cómo se le puede decir a un niño que, sin tener culpa de nada, no era como los demás niños?
   Mira, Lucas, vamos a hacer una cosa le dijo—, hoy no es el mejor día para tener esta conversación.
   Julia pretendía ganar tiempo para poder avisar a los padres de Lucas y no precipitarse al contestar, pues ella pensaba que no le correspondía a ella tomar esa decisión.
   Así que, sin contestar la dura pregunta de Lucas, le dio un beso y mirándole a los ojos le dijo: «Mira, Lucas, vamos a hacer una cosa: vamos a irnos a casa y mañana te prometo que nos quedaremos hablando todo el tiempo que quieras, ¿de acuerdo?». Lucas cogió su mochila, se levantó y de su gesto se entendió un «¡está bien!», Julia respiró por un momento y cuando Lucas ya salía por la puerta le dijo: «Está bien, señorita, pero no me ha contestado».
   Una vez se quedó sola, sacó su teléfono móvil del bolso, lo encendió y buscó en la agenda el nombre de Ruth, la madre de Lucas, con la que tenía una especial relación.
Ruth, soy Julia, creo que… titubeó un poco, creo que ha llegado el momento de hablar con el niño.
   Ruth no contestó, colgó el teléfono y lo guardó apresuradamente antes de que Lucas bajara las escaleras. Ella estaba en la puerta esperándole, como cada tarde.
   Al verle llegar con su carita hundida por el dolor, sintió una punzada en el corazón e intentando disimular le dio un beso a Lucas y actuó con naturalidad para que el niño no notara nada.
   ¿Qué tal el día, mi amor?
   Lucas no contestó y Ruth, mirando hacia la ventana de la clase, cruzó una mirada de agradecimiento y temor con Julia que miraba la escena desde arriba.
   Se metieron en el coche en el que Ruth intentó trivializar para buscar la forma de sacar el tema.
   Lucas no le dio opción: de un golpe seco le hizo a su madre la pregunta a la que tanto temía enfrentarse.
   ¿Por qué soy diferente, mamá?
   ¿Por qué dices eso, hijo? Ruth apenas podía contener la emoción.
   Ya lo sabes, mamá, dime por qué soy diferente.
    Tú no eres…
   ¡Sí lo soy! interrumpió bruscamente Lucas, ¡sí lo soy y lo sabes! Todo el mundo lo sabe, mis compañeros lo saben, y yo también lo sé, solo quiero saber por qué, nada más.
   Ruth no tuvo opción, detuvo el coche un par de calles antes de llegar a casa y mirando a los hijos de su hijo, sacando fuerzas del corazón, le dijo: «Mi vida, tú no tienes culpa de nada», sintió que le fallaba la voz, «lo que te pasa es que naciste con una…». Ruth no quería pronunciar la palabra enfermedad. «Lo que tienes…, se llama síndrome de Down». En ese momento pensó que, si hubiera estado de pie, se habría caído al suelo como un fruto maduro.
   Lucas no decía nada, solo esperaba impaciente y asustado la respuesta de su madre.   
   Es una malformación genética que hace que seas un poco especial.
   ¿Especial? dijo al fin Lucas, me llaman subnormal, mamá, me dicen cosas horribles, soy un monstruo dijo rompiendo a llorar como el niño que era.
   El sentimiento de culpa de Ruth por hacer pasar por eso a su hijo le destrozaba el alma, pero ella y Miguel, su marido, decidieron, que, debido a que el grado de Lucas no era muy alto, podría ir a un colegio normal y desarrollarse como un niño normal. Y este era sin duda, el peor momento que una madre de «Down» podía tener, ¿cómo hacer entender a su hijo que la crueldad de los niños no tenía límite? Deseaba coger a aquellos niños de la solapa y darles un buen guantazo, pero no podía hacer nada. Solo podía esperar que aquella conversación no afectara a Lucas más de lo que ya estaba.
   Mira, cariño, tú sabes que hay personas bajitas, otras altas, morenas, rubias… bueno, pues eso lo determinan nuestros genes al nacer Lucas asentía, bien pues tus genes al nacer fueron un poco distintos a los de los demás niños.
   ¿Y por eso mi cara es así? tartamudeo Lucas.
   ¡Oye! dijo Ruth sonriendo, que tú tienes una cara preciosa, eres clavadito a mí. 
   Y con esas palabras consiguió arrancar una sonrisa de su hijo, esa sonrisa le supo a victoria, a paso de gigante para conseguir no hacer de aquello un drama, y sin saber cómo, la conversación torno de dramática a casi divertida.
   Llegaron a casa y tras prepararle su merienda preferida a Lucas, le dijo cariñosamente: «Lucas, vamos a hacer una cosa, vamos a sentarnos aquí y vamos a leer un libro sobre el síndrome de Down».
   Era un libro pequeño, con muchos dibujos, pensado precisamente para que los niños pudieran entender ellos mismos lo que les ocurría, y así fue: Lucas entendió bastante bien que lo que a él le pasaba no era grave, tan solo que tendría que esforzarse un poco más que los demás para aprender a hacer ciertas cosas, y que todo lo que consiguiera en la vida tendría el doble o el triple de valor que para el resto de la gente.
   Ya de noche, y una vez que Lucas se hubo tranquilizado, se metió en la cama empezando a asimilar lo que su madre le había contado. Sin haberse dormido aún, oyó como su padre llegaba del trabajo. Tras unos minutos éste entró en su habitación para darle las buenas noches.
    ¿Sabes una cosa, papá? dijo Lucas ya con la voz vencida por el sueño. ¿Sabes que soy muy especial?
   Su padre, que había hablado con Ruth, no quiso decir nada.
   Ya lo sé hijo dijo al rato.
   Mamá me ha dicho que todas las personas nacemos con un fin en la vida, ¿sabes cuál es mi fin, papá?
   Miguel se mordió las lágrimas.
   ¿Cuál, hijo?
   Yo he nacido para dar ejemplo al mundo, papá.
   Eso ya lo sé yo, hijo y dándole un beso, le arropó emocionado. Que descanses, mi amor.
   Te quiero, papá dijo Lucas ya vencido…
   Miguel no tenía muy claro si Lucas entendía realmente lo que había dicho, ya tendría tiempo, pero era la verdad: había nacido para que todos los que le conocieran vieran en él un ejemplo de superación y de amor incondicional, que difícilmente alguna otra persona podría superar, sin tener su par veintiuno.